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Recuerdo de la columna de Carlos Páez de la Torre (h) en LA GACETA.


Abogado y escritor

Sería tarea pretensiosa intentar abarcar, en este homenaje a Carlos Páez de la Torre (h) a un año de su desaparición, la dimensión de su actividad intelectual, ética y cultural así como de sus aportes a la historia argentina y tucumana, plasmada en libros, artículos periodísticos, notas y opiniones que seguramente demandarán mucha dedicación para ser aprehendida en esa magnitud. Desde esa perspectiva, en mi condición de amigo y constante colaborador, aspiro únicamente a rescatar algunos aspectos destacables, y tal vez poco conocidos de su trayectoria.

Nacimos el mismo año, cursamos los estudios juntos, desde la primaria hasta graduarnos de abogados. Nos aventuramos juntos en el ejercicio profesional, hasta que Carlos se decidió definitivamente por el periodismo, y desde esa febril y atrapante actividad se dio tiempo para investigar, estudiar y escribir su inmejorable producción historiográfica, por más de medio siglo.

Cuando apenas salíamos de la Facultad, junto al poeta y periodista Arturo Álvarez Sosa, que nos convocara, nos sumamos a la Dirección de Cultura municipal. Se aproximaba el cuarto centenario de la fundación de nuestra ciudad, Carlos (como lo haría siempre) propuso editar algo. Y velozmente, creó un excelente título para dar inicio a una feliz iniciativa pero con escasas probabilidades de perduración. La llamó “Ediciones del Nuevo Extremo”, siguiendo una lograda expresión de Juan B. Terán. Carlos tomó a su cargo la supervisión y armado, en tanto que yo escribía un previsible texto, al que pomposamente tituló “Tucumán, fundación y traslación”. Estábamos a comienzos de 1965.

Fue poco más que un folleto, bastante bien logrado, y significó nuestra primera incursión común en temas históricos. Carlos ya nunca se apartaría de ellos, y al muy poco tiempo, alentado por Félix Luna, comenzó a escribir en “Todo es historia”, hasta que dio a luz sus primeros libros.

Personajes y personalidades, sucesos y marcados períodos de la historia provincial fueron desde entonces materia en la que se manejaba con un entusiasmo que jamás decayó. Carlos era laboriosamente incansable. No he conocido otra persona que tenga esa dedicación para la lectura, la ardua investigación, la sistematización de sus temas y la facilidad para transcribir todo ese bagaje en lúcidos artículos, en claras disertaciones, en impresionantes textos que hoy constituyen una biblioteca insoslayable para los que amen nuestra historia y sus verdades.

Nunca descansaba. No supo de feriados ni de vacaciones. Todos los días de su vida leía, se informaba, escribía, más allá de sus tareas habituales en LA GACETA o las que ocasionalmente desarrollara desde alguna función pública siempre vinculada a la cultura.

En los veranos, en Tafí del Valle, sitio que amaba, nuestro acostumbrado café a media mañana servía también para compartir impresiones sobre algún tema que estaba escribiendo. Sus libros, sus cuadernos y sus muchas lapiceras lo acompañaban aun en momentos que cualquier otra persona haría dedicado al simple descanso o a disfrutar de las bondades climáticas.

Así nació su idea de que escribiéramos “Una historia de Tafí del Valle”, en la que trabajamos juntos un año entero, y que gracias a la generosidad de su amigo y admirador José Bossi se plasmó en dos ediciones.

Carlos carecía de especulaciones monetarias. Generoso y desprendido, el dinero para él era efímero, pasajero. Nunca supo de inversiones, de ahorros. Lo financiero y la economía eran mundos apartes, ajenos a su personalidad. Si alguna vez cobraba algo por sus producciones intelectuales o sus ediciones, seguramente lo gastaba alegremente mejorando su biblioteca o agasajando con invitaciones gastronómicas a sus seres queridos, amigos incluidos. Descansaba incluso de la economía familiar, que atendía afortunadamente su mujer.

Sus afectos eran claros, rotundos y sinceros. Amaba su familia, aunque no era demostrativo ni se prodigaba en gestos de cariño. Y en cuanto a los amigos, nada podía ocurrir para que varíe sus sentimientos. Así, los de siempre, desde su niñez o su juventud, aquellos con los que compartió ese dorado tiempo de nuestras vidas, seguían presentes en todas las circunstancias de su vida. También hizo nuevas amistades entre los más jóvenes, atraído siempre por sus vocaciones culturales. Y en esto, aparecía un rasgo destacable. Carlos trataba y compartía con hombres y mujeres desde un mismo nivel. Jamás asumía una actitud paternalista o doctoral para marcar alguna superioridad. Le encantaba la llaneza y el trato amigable y cordial. Sus conversaciones podían prolongarse indefinidamente cuando tenía interlocutores que captasen como él. Y desfilaban sucesos, personajes y anécdotas, matizadas por citas habitualmente textuales de poemas o frases completas de cualquier autor.

No lo envanecía su alta posición académica. Desdeñaba el egoísmo, y así, compartió autorías de libros o participó de publicaciones colectivas sin descanso. Pudiendo hacerlo solo, y seguramente con mayor perfección, admitía la compañía autoral y hasta disfrutaba con ella con una amplitud notable.

Eso ocurrió, por ejemplo, en el libro “Don Lucas Córdoba” que también hicimos juntos. Nada agregaba mi nombre ni mi aporte personal en esa empresa, pero su empeño era contagioso y pasábamos largas horas revisando archivos o tecleando capítulos y verdaderamente lo hacía con gusto, disfrutando la tarea.

También ocurrió con el libro colectivo de homenaje a Alberdi que, por su iniciativa se gestó entre una comisión de letrados que había convocado el Colegio de Abogados en el bicentenario del nacimiento del prócer. Y así fue. Con el apoyo de Eudoro Aráoz, que por entonces presidía el Colegio, logramos su publicación.

Ante las dificultades legales y financieras para editar, en los últimos años pergeñó lo que llamó “Ediciones de la Veinticuatro”, un sello que evocaba su casa de la niñez, frente a la plaza, desde donde publicó una serie de pequeñas y modestas ediciones con trabajos suyos que pretendía que no se perdiesen. Nuestros libros conjuntos recibieron ese sello editorial, al que coronó con su magnífica última producción, el libro que dedicó a rendir esclarecido homenaje a su admirado abuelo, Alberto de Soldati: “Gobernar es sanear”, al que lamentablemente solo pudo presentar en Buenos Aires y no le alcanzó la salud para hacerlo en Tucumán.

Unos días antes de que se desatara la feroz pandemia que persiste, se presentaron en Tucumán, anoticiados del deterioro de salud de Carlos, dos grandes amigos porteños. Él y Flavia, su mujer, me pidieron que los acompañe a recibirlos en su departamento. Fue nuestra despedida. Yo miraba los ojos casi llorosos de los porteños y temiendo demostrar mi sensibilidad, procuraba llevar la conversación por temas comunes, históricos o genealógicos.

Carlos estuvo imperturbable, aunque su dificultoso estado no le permitía demasiada expansión. Pero con la lucidez habitual, con su don de gente, y hasta con elegante forma, sobrellevó esa penosa despedida. Pocos días después, llegó el final.

Pedro León Cornet