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VISITA A TUCUMÁN. Joaquín V. González, con ambas manos sobre el puño del bastón, aparece junto al gobernador Ernesto Padilla y su comitiva, el 25 de mayo de 1914, día en que se inauguró la Universidad de Tucumán. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO

El célebre intelectual, jurista y hombre público apoyó la creación de nuestra Universidad y habló en su acto inaugural. Juan B. Terán fue su discípulo y admirador.


Para la inmensa mayoría, hoy es sólo el nombre de una calle. Pero el doctor Joaquín V. González (1863-1923) encarnó una de las más descollantes figuras intelectuales y cívicas de la Argentina, en las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del siglo XX.

Fue dos veces ministro de la Nación, diputado y senador nacional, jurisconsulto y catedrático universitario, y autor tanto de afamados libros de Derecho (aquel “Manual de la Constitución Argentina”), como de penetrantes ensayos histórico-políticos (“El juicio del siglo”) y de bellas páginas de literatura y amor al terruño (“Mis montañas”). En todas las actividades, “marcó su personalidad excepcional y dio pruebas de su talento poderoso”, afirma Adolfo Piossek.

Nos interesa apuntar referencias sobre la vinculación que González tuvo con Tucumán y con un tucumano, en diversos momentos de su trayectoria.

Pláticas del profesor

En la Facultad de Derecho de Buenos Aires, fue profesor de nuestro Juan B. Terán (1880-1938). Este recuerda que, de sus clases, lo que más le interesaba era lo que venía después: la charla suelta y viva del profesor cuando el dictado terminaba, y volvían caminando juntos al centro, desde el viejo edificio de la calle Moreno.

Cuenta que la conversación de González lo transportaba “a una ciudad universitaria de la Edad Media, a la colina de Santa Genoveva, y nos hacía pensar en Abelardo o Alcuino”. Era el momento en que “comenzaba la lección verdadera, discurriendo el azar de la plática a través de las cosas antiguas y modernas; plática desceñida de dogmatismo y gravedad, animada por la más alegre confianza en las fuerzas espirituales”.

Apoyo a la Universidad

Fueron pasando rápidamente los años. En 1912, Terán logró que se hiciera ley su proyecto de la Universidad de Tucumán, y en 1914 se realizó la jubilosa inauguración. El Gobierno Nacional no dio importancia al acontecimiento. El ministro de Instrucción Pública se limitó a enviar un representante. No vinieron los rectores de las casas de estudio de Buenos Aires ni de Córdoba. Tampoco se molestaron en acudir al acto los gobernadores de las provincias.

El doctor González, entonces presidente de la Universidad de La Plata, fue acaso la única figura de relieve nacional que, en ese momento, calibró la trascendencia que tenía el nacimiento del instituto tucumano. Así, viajó a esta ciudad para dar su espaldarazo a la inauguración.

En aquella fiesta del 25 de mayo de 1914 fue la figura central. Los tucumanos aplaudieron con entusiasmo su discurso que, en los jardines de la Escuela Sarmiento, cerró noblemente la ceremonia.

“La rutina viste toga”

González defendió entonces la madurez de la creación de Terán -que muchos tachaban de utópica por esos días- y señaló que “aquí, como en todas partes, la rutina viste también la toga, y pontifica cuando quiere detener el paso a la idea progresiva”. Estaba convencido, dijo, de que en el país se necesitaban más universidades. No bastaban las existentes en Buenos Aires, Córdoba y La Plata. “Son indispensables otras tres, en Rosario, Mendoza y Tucumán”, afirmó.

Ponderaba con entusiasmo la “vitalidad extraordinaria de Tucumán”, convertido ya en “uno de los Estados de vida propia sobre cuyas espaldas se sostiene una gran parte de la fábrica arquitectónica de la nación”. Confiaba en que la ciencia neutralizaría la discordia nacional, ya que la ignorancia era “el eterno roedor de la conciencia humana”.

A su juicio, la nueva Universidad, “nacida en hora propicia en el proceso de su desarrollo, producirá un doble resultado, sucesivo si no simultáneo. Concebida y ejecutada de preferencia con fines científicos prácticos, dará a la provincia los legítimos tesoros materiales que de ella se esperan. Pero en el fondo de su tierra, vibra el fuego del arte sagrado e inmortal, que no tardará en encontrar sus vías y sus expresiones propias”.

Cláusula de exclusión

Un año más tarde, el nombre de Joaquín V. González volvería a atraer la atención de Tucumán. Sucedió que el Poder Ejecutivo provincial elevó a la Legislatura, en 1915, un proyecto de Ley Orgánica de Municipalidades. Al iniciar su tratamiento, la Cámara de Diputados introdujo en el texto una modificación clave y la aprobó: el requisito de que el intendente municipal fuera ciudadano argentino, o extranjero nacionalizado con el mínimo de un año de ejercicio.

De inmediato, LA GACETA fulminó la cláusula en un enérgico editorial. Sostuvo que el artículo 35 de la Constitución provincial establecía que “los extranjeros son admisibles a todos los puestos públicos, con excepción de los casos en que la Constitución exija la ciudadanía o la nacionalidad”. El requisito chocaba con la Carta fundamental.

El 2 de mayo, la sanción pasó al Senado, que cuestionó la innovación y devolvió el proyecto a Diputados. El tema tuvo repercusión en Buenos Aires. Con el título “El caudillismo en acción”, el diario “La Nación” aplaudió la postura del Senado tucumano.

La opinión de González

Pero LA GACETA hizo más: formuló una consulta al doctor Joaquín V. González. Su erudita y exhaustiva respuesta no se hizo esperar.

Entre otros argumentos, expresó que había revisado con minucia la Constitución tucumana, y no encontraba ninguna cláusula “que importe una manifestación expresa en pro o contra la elegibilidad de los extranjeros para el cargo de intendente o concejal”.

Apuntaba que lo que encontraba era el referido artículo 35, “como declaración genérica, fundamental, como que define la situación política del extranjero en la provincia”. Hacía notar que al hablar de empleo público no formulaba excepción alguna, por lo que debía considerarse incluido al intendente. A juicio de González, la colocación de este artículo entre los “derechos y garantías” le daba carácter de “fundamental, previo y limitativo de la discrecionalidad legislativa”. Entendía entonces que “lo que la Constitución no ha limitado, la ley no puede limitar”.

En la sesión de Diputados se aprobó el texto del Senado, que quedó convertido en ley. La opinión de González había resultado definitoria.

“Artista, sabio y monje”

Joaquín V. González falleció el 23 de diciembre de 1923. Tres años más tarde, su amigo y ex discípulo Juan B. Terán le dedicó todo un capítulo, en su gran libro “La salud de la América Española”. Afirmó allí que “fue, sin duda, González un hombre extraordinario y una inteligencia universal”, que “había penetrado en la historia, en la filosofía, en la política, en la educación, en la poesía, en la leyenda”.

Pensaba Terán que “en otro país, de cultura sedimentada, favorable para la especialización, González habría dejado una obra de artista, cabal y perfecta. Aquí, debió engañar su ansia de ensueño y de evocación con vislumbres fugaces, como el peregrino engaña su sed con el agua recogida en el hueco de la mano”.

Lo consideraba “mezcla de artista, de sabio y de monje”, que tuvo “la pasión de la naturaleza, el sentido del misterio y el gozoso afán inagotable de conocer”. Es que “su inspiración era inmensa, como su capacidad de emoción delante de todos los paisajes, en todas las latitudes del espíritu”. En el momento de morir, era “uno de los hombres de más amplia visión, pues siendo artista y poeta, era un filósofo y un estadista”.

Todo un maestro

Pensaba que González quedaría en la historia como “un personaje representativo de la transformación del país argentino al terminar el primer siglo de vida civil”. Era fundamentalmente un maestro, “es decir, el hombre que tiene el amor de las ideas y la ambición de contagiarlas”.

Joaquín V. González, para el fundador de la Universidad de Tucumán, “fue invariablemente un enternecido amador de la naturaleza y de los hombres”. Era algo visible tanto en su famoso “Mis montañas” como en “sus discursos sobre los Pactos de la Paz, en sus leyes de protección obrera -que más que política fueron de inspiración filosófica- en sus homilías pedagógicas”, y en el “simbolismo penetrante” de sus “Fábulas nativas”, que no eran sino “ardid de maestro, que consiste en vestir las ideas descarnadas para que se paseen y platiquen entre los hombres”.