El 13 de febrero de 1813, el Ejército del Norte detuvo su marcha sobre Salta para jurar fidelidad a la Asamblea y a la bandera celeste y blanca. Ocurrió a orillas del río Pasaje, que quedó bautizado “Juramento”.
Luego de su triunfo del 24 de setiembre de 1812, el general Manuel Belgrano no pierde el tiempo. Ni bien inicia el derrotado brigadier Pío Tristán su contramarcha, destaca fuerzas para perseguirlo. Envía una columna de 600 hombres, al mando del coronel Eustoquio Díaz Vélez. Formaban en ella los “Decididos de Salta” y milicianos de Tucumán. Propietarios patriotas de la campaña salteña, como los Gorriti, los Saravia y los Latorre, colaboraban en el acoso. Sus jinetes atacaban las partidas realistas y tenían al ejército en constante zozobra.
Una vez que Tristán cruzó el río Pasaje, el coronel Díaz Vélez resolvió interrumpir el acoso y apresurarse para llegar a Salta antes que los realistas. En ese momento, la ciudad de Salta había vuelto brevemente a poder de los patriotas, gracias a Juan Antonio Álvarez de Arenales. Este tomó la guarnición (28 de setiembre), liberó a los prisioneros y asumió el mando, hasta que la vuelta de Tristán y su tropa lo obligó a alejarse hasta Tucumán y presentarse a Belgrano.
La vanguardia de Díaz Vélez, al mando de Cornelio Zelaya, batió una partida realista en el río Las Piedras, el 30 de septiembre; entró a Salta y siguió rumbo a Jujuy, buscando apoderarse de esa ciudad poco guarnecida, donde existían importantes depósitos de municiones y de dinero del Rey. Pero su ataque fue repelido y Zelaya debió contramarchar a Salta.
Poco después, arribó a esa ciudad Díaz Vélez con sus soldados. Pero sólo pudo permanecer un par de días. Ya llegaba Tristán con el grueso del ejército y, luego de un tiroteo con sus avanzadas -y una fuerte escaramuza en el paraje de El Bañado- Díaz Vélez regresó a Tucumán y unió sus fuerzas a las de Belgrano.
Aprestos y donaciones
Los meses siguientes del Ejército del Norte en su campamento de Tucumán transcurrieron en días febriles. Belgrano aspiraba a marchar lo más pronto posible sobre Salta, pero debía antes reforzar sus tropas. Logró que el Triunvirato le enviara desde Buenos Aires unos 800 hombres pertenecientes a los regimientos 1 y 2 de Patricios, además de varias remesas de armamento y vestuario, como también dinero. No alcanzó para cancelar la larga deuda de sueldos, pero por lo menos la tropa impaga recibió algo a cuenta. Bernardo Frías enumera las importantes donaciones que recibió. Grandes sumas de dinero aportaron Francisco de Gurruchaga, José Moldes, Francisco Aráoz y Francisco Lezama. Doña Isabel Aráoz de Figueroa donó su valioso collar de perlas. Estancieros como Mariano Benítez y Bernabé Aráoz donaron varios centenares de mulas. El doctor Domingo García “agotó su hacienda” y la entrega de caballos despobló la estancia de Francisco de Ugarte, por ejemplo, narra Frías.
Contando los Patricios y el resultado de la recluta, a fines de diciembre de 1812 el Ejército de Belgrano tenía una fuerza efectiva de 3.000 hombres. Eran sometidos a un constante adiestramiento: era urgente, por ejemplo, que se familiarizaran con el uso de la lanza y del sable, que la mayoría de ellos despreciaba.
Tristán rumbo a Salta
Mientras el Ejército de Norte se apresta, el realista Tristán ha resuelto hacerse fuerte en Salta. En el trayecto hacia esa ciudad, desde “el campamento de Las Lagunas, antes del Arenal”, remite un insólito oficio al gobernador de la jurisdicción. En esa comunicación, fechada el 29 de septiembre, lejos de reconocer el contraste de Tucumán, afirma que el 24 ha sido un día de triunfo para los realistas, y disponía pena de horca para quien propalase la versión contraria.
Claro que, como lo subraya Frías, la fanfarronada no engañaba a salteños y jujeños. Si Arenales había podido tomar la ciudad de Salta por varios días, e incluso habían estado allí -vimos- las fuerzas de Díaz Vélez, era absurdo creer en una derrota patriota en Tucumán. Y pronto los viajeros que de allí venían confirmaron claramente esas sospechas.
Alrededor del 18 de octubre de 1812, el grueso del ejército de Tristán llegó a Salta.
Falsa seguridad
Según el historiador realista Francisco Javier de Mendizábal, el virrey del Perú, marqués de la Concordia, estaba profundamente fastidiado con Tristán por la derrota de Tucumán. En primer lugar, quería relevarlo, y sustituirlo por el brigadier Francisco Picoaga. Su criterio era, además, que Tristán contramarchara hasta Jujuy y se reuniera, por la quebrada, con Picoaga, con lo que hubiera sumado 4.500 hombres. Pero Tristán -que aborrecía al colega brigadier- quería quedarse en Salta, reparar sus fuerzas y volver sobre Tucumán para desquitarse.
Finalmente el general en jefe, José Manuel de Goyeneche, contraviniendo las órdenes del virrey, aceptó que permaneciera en Salta el brigadier Tristán, de quien era primo. Este le solicitó, con urgencia, refuerzos que compensaran el millar de hombres que -entre prisioneros y muertos- le había costado la desastrosa campaña de Tucumán. Su jefe le remitió el batallón Paucartambo y el batallón Azángaro, que quedó en Jujuy. De esa manera, Tristán llegó a contar con unos 3.500 soldados de línea.
Pensaba Tristán que Salta era segura. Puesto que llegaban las lluvias del verano, conjeturaba que en el remoto caso de que Belgrano viniera a atacarlo, las crecientes del río Pasaje lo harían imposible de vadear con su ejército. Tan seguro estaba de esto, que no cuidó de fortificar sus márgenes. Se limitó a poner -por si llegaban a cruzar- una pequeña guarnición en el paraje de Cobos.
Los patriotas en marcha
El 13 de enero de 1813 empezó a moverse, desde Tucumán y en forma escalonada, el Ejército del Norte, con 3.000 hombres dispuestos a caer sobre Tristán en Salta. Primero partió el regimiento de Cazadores, luego todos los de Infantería y por último la caballería de los Dragones, así como las milicias tucumanas que mandaba Bernabé Aráoz.
Antes de salir, Belgrano había hecho rezar funerales por los caídos el 24 de septiembre. Cada oficial y cada soldado recibió, asimismo, uno de los escapularios de La Merced enviados por las religiosas de Buenos Aires. “Vinieron a ser -dice Bartolomé Mitre– una divisa de guerra en la campaña que iba a abrirse”.
Campaña que tenía ya un buen auspicio, con el triunfo del general José Rondeau en el Cerrito de Montevideo, el 31 de diciembre de 1812. Y muy pronto tendría otro, con la pequeña pero contundente victoria del coronel José de San Martín sobre los realistas, el 3 de febrero, en las barrancas de San Lorenzo, sobre el Paraná.
La fuerza arribó al río Pasaje. Estaba crecido, pero pudieron cruzarlo en “dos o tres días de maniobras”, dice Gregorio Aráoz de la Madrid en sus memorias. Narra que con ese fin, “se construyeron balsas, dos botes o grandes canoas y se colocó una gran cuerda por una y otra banda del río, asegurada por grandes maderas que se fijaron al efecto”. Según corrige el realista Mendizábal, el cruce demandó ocho días. De cualquier manera, atravesó las torrentosas aguas del río el Ejército de Norte, con todos sus soldados, sus caballos, sus 10 piezas de artillería y sus 50 carretas, sin que apareciera un solo explorador de Tristán en sus inmediaciones.
Juramento en el Pasaje
Cumplido el cruce, el 13 de febrero de 1813 (es decir, hace dos siglos), Belgrano dispuso realizar, sobre la margen norte, la ceremonia de juramento a la Asamblea General Constituyente, que el 31 de enero se había instalado, con toda solemnidad, en Buenos Aires.
La tropa formó en cuadro y, tras una corta alocución, se leyó la circular del Triunvirato que ordenaba jurar obediencia a la Asamblea como órgano supremo. Acto seguido, el mayor general Díaz Vélez se presentó trayendo la bandera celeste y blanca, seguido por una escolta y al son de tambores.
Esto porque Belgrano había resuelto aprovechar la ocasión para que, simultáneamente, se jurase tanto la obediencia a la Asamblea como a esa bandera que el Gobierno le había obligado a esconder cuando la creó, y que él reservaba para “una gran victoria”. Había sido “gran victoria” la de Tucumán, y estaba seguro de que el nuevo gobierno no lo desautorizaría esta vez.
Desenvainando su espada, el general prestó el juramento; lo tomó luego a los jefes de cuerpo -a los cuales se incorporó, recién llegado de Buenos Aires, el coronel Martín Rodríguez– y finalmente a la tropa, que respondió con un cerrado “Sí, juro”. Luego, narra Mitre, “colocando su espada horizontalmente sobre el asta de la bandera, desfilaron sucesivamente todos los soldados y besaron, uno por uno, aquella cruz militar, sellando con su beso el juramento que acababan de prestar”.
Paz recordaba que, dado lo largo del trámite, Belgrano fue reemplazado en el sostén de la espada, primero por Rodríguez y luego por otros oficiales superiores. Al terminar el acto, el general hizo grabar con un escoplo, sobre el gran árbol que se alzaba en la margen, la inscripción “Río del Juramento”. Fue el nombre que desde entonces reemplazó al antiguo de Pasaje.