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12 DE OCTUBRE DE 1928. Hipólito Yrigoyen jura la primera magistratura. A su lado está Elpidio González, quien dejaba la vicepresidencia para asumir el ministerio del Interior.

Entre 1916 y 1930, Elpidio González fue diputado nacional, dos veces ministro y vicepresidente de la Nación. La pobreza lo llevó a vender anilinas en la calle, y rechazó la pensión acordada por una ley del Congreso.


Don Elpidio González no fue un caudillo político de esos que arrastran multitudes, ni su nombre se ligó a grandes sucesos. Pasaría a la historia por algo más noble, y por cierto más singular. Sencillamente, la ejemplar probidad de una vida en cuyo transcurso ocupó las más altas posiciones, sin que ellas le significaran enriquecimiento alguno. Rechazó todo lo que oliera a ventaja o privilegio. Y prefirió ganarse el pan con sus propias manos, en trabajos que nadie hubiera sospechado aceptables para una persona con tan encumbrados antecedentes.

Había nacido en Rosario de Santa Fe el 1 de agosto de 1875, hijo de un coronel del Ejército. Terminó el secundario en la ciudad natal y pasó a Córdoba, para estudiar abogacía. No llegó a graduarse, pero instaló desde entonces su residencia en esa ciudad. Militaba ya en la Unión Cívica Radical. Era estrecho amigo de Hipólito Yrigoyen y participó destacadamente en la revolución de 1905, lo que le costó una buena temporada de cárcel.

Las altas funciones

Fue elegido diputado nacional por Córdoba en 1916. Sólo ocupó su banca de mayo a octubre, ya que el flamante presidente Yrigoyen lo llevó a su gabinete como ministro de Guerra. Se desempeñaría en esa cartera hasta septiembre de 1918, fecha en que dimitió. Fue jefe de Policía de Buenos Aires hasta 1921.

En 1922, fue elegido vicepresidente de la República, en la fórmula que encabezaba Marcelo T. de Alvear. Austero siempre, usaba el tranvía para ir y volver del Congreso y de la Casa Rosada. Al concluir el período de Alvear, en 1928, el nuevo presidente Hipólito Yrigoyen, en su segundo mandato, lo designó ministro del Interior. Esa función desempeñaba el 6 de septiembre de 1930 cuando la revolución encabezada por el general José Félix Uriburu derrocó a la administración radical.

González fue puesto en prisión y confinado, injuria que soportó en silencio y sin una sola queja. Dio por terminada definitivamente su carrera política y, como protesta contra el golpe, resolvió dejarse crecer la barba, que llevaría hasta su muerte. En un reportaje, recordaría: “No reconocí a las autoridades de facto de 1930 y no reconozco a las que las sucedieron”. No tenía más bienes que una pequeña finca, que vendió a la muerte de su madre para costear los gastos de entierro y pagar las muchas deudas que tenía.

En la pobreza

Entonces, se quedó sin nada. A pesar de haber sido vicepresidente, ministro y legislador, no tenía dinero para mantenerse, y afrontó con serenidad la situación. Se dedicó a la venta callejera de anilinas y betunes. Era una persona conocida en los salones de lustrar de Buenos Aires, cuando llegaba trayendo el paquete de mercaderías, como narra un reportaje de Manuel María Oliver.

Pasaron unos años. Durante la presidente de Agustín P. Justo se sancionó una ley que confería pensión vitalicia a los ex presidentes y ex vicepresidentes. Le venía a medida para remediar su pobreza. Pero don Elpidio envió de inmediato una carta al Poder Ejecutivo, para manifestar “mi decisión irrevocable de no acogerme a los beneficios de dicha ley”.

Agregaba: “Al adoptar esta actitud ,sigo íntimas convicciones de mi espíritu. Entregado desde los albores de mi vida a las inquietudes de la Unión Cívica Radical, persiguiendo anhelos de bien público, jamás me puse a meditar, en la larga trayectoria recorrida, acerca de las contingencias adversas o beneficiosas que los acontecimientos pudieran depararme. No esperaba pues, esta recompensa, ni la deseo, y al renunciarla, me complace comprobar que estoy de acuerdo con mis sentimientos más arraigados”.

Terminaba confiando en que “Dios mediante, he de poder sobrellevar la vida con mi trabajo, sin acogerme a la ayuda de la República, por cuya grandeza he luchado; y, si alguna vez he recogido amarguras y sinsabores, me siento recompensado con creces por la fortuna de haberlo dado por la felicidad de mi patria”.

El respeto general

El gesto, sumado a la dignidad con que llevaba su pobreza, hicieron que el público y hasta los políticos que habían sido sus opositores, empezaran a mirar a Elpidio González con un enorme respeto. El paso del tiempo consolidó y generalizó ese sentimiento.

En lo físico, lo caracterizaban “ademanes lentos y pausados” y un tono de voz “más bien bajo y rico en inflexiones”, con tonada cordobesa. Oliver escribía que “la barba entrecana, rebelde, le cubre todo el rostro y presta a su imagen algo así como un reflejo de asceta. La nariz aguileña sobresale como un índice, mientras los labios finos filtran las sílabas con suave sonoridad. El acento de González es sereno. No atropella, no se ‘come’ las letras, no apocopa, no esconde lo que siente o concibe”.

Desdén por la política

Con bastante frecuencia lo buscaban los periodistas. Nunca pudieron arrancarle una opinión sobre política. En un reportaje de 1934 pidió que “no hablemos de política. No siento ninguna pasión por ella y nunca me gustó. Mi actuación obedeció a principios ajenos a ella”, que eran “el bien del país y convicciones que son para mí sagradas”.

En otra ocasión, confesó que, en las batallas cívicas, “las intensas amarguras experimentadas traen desencantos muy hondos”. Es en el retiro cuando “se contempla los hombres tales como son. Comprendo que la decepción constituye la filosofía final de toda obra”.

Cuando las preguntas enfocaban su actividad presente no se detenía en el tema. “Todos hemos pasado tiempos difíciles. He trabajado intensamente, lo cual no tiene nada de sorprendente, puesto que toda mi vida ha sido una existencia de trabajo”, dijo una vez.

A pesar de su desdén por la política, por lealtad al partido aceptó reincorporarse a la campaña radical de 1945. Pero no aceptó cargos directivos y advirtió que solamente ocuparía “un puesto de filas”.

Los años finales

En 1947 concedió una entrevista a la revista “Qué”. Expresó entonces un juicio tajante sobre la administración peronista. “Los hombres del actual gobierno desarrollan una política demagógica y el radicalismo es democracia. Vivimos una hora materialista y demagógica, y los males que el país soporta son el fruto natural de esa política demagógica. Por otra parte, el materialismo de la hora no es un fenómeno circunscripto a nuestro país, sino común a casi todos los países del mundo. La lucha está entablada en todo el mundo entre las fuerzas materialistas y las fuerzas del espíritu”. A su juicio, “la Unión Cívica Radical es, en el país, la genuina representante y depositaria de las fuerzas espirituales”.

Poco a poco la salud empezó a jugarle malas pasadas. En 1949 un accidente lo dejó postrado en cama y ya no pudo levantarse. Falleció a las 4.45 de la madrugada del 18 de octubre de 1951 en Buenos Aires, en el hospital Italiano, donde se hallaba internado. “Su paso por altos cargos públicos no había significado para él un enriquecimiento material”: era “pobre, muy pobre”, subrayó el diario “La Nación”.

En la historia del país, don Elpidio González ha quedado como un símbolo excepcional de aquello que Paul Groussac llamó “la gloriosa pobreza de los hombres públicos”.