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RUMBO A LA MUERTE. Manuel Dorrego marcha a enfrentar su fusilamiento, acompañado por el clérigo Castañer, según un antiguo dibujo.

Dos testigos, Gregorio Aráoz de La Madrid y Juan Elías, narrarían los últimos momentos del infortunado gobernador.


Son conocidos y pertenecen a la historia nacional los graves sucesos que empezaron el 1 de diciembre de 1828, en Buenos Aires. Azuzado por los unitarios, el general Juan Lavalle se alzó en armas contra el gobernador, coronel Manuel Dorrego. Las fuerzas de ambos chocaron en Navarro, el día 9, triunfando las de Lavalle. Poco después, Dorrego fue apresado por aquel, quien lo hizo fusilar, sin juicio alguno, el día 13.

Existen dos testimonios directos de las horas previas a esa ejecución. Uno es bastante difundido, por las célebres “Memorias” del general -coronel entonces- Gregorio Aráoz de La Madrid. Este tucumano revistaba como oficial de Lavalle, pero también era amigo y compadre del condenado, desde los tiempos del Ejército del Norte.

Narra que, a pesar de sus gestiones, Lavalle se negó a hablar con Dorrego, negativa que mantuvo aun cuando el tucumano le propuso: “General, ¿porqué no le oye un momento y lo fusila después?”.

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JUAN LAVALLE. Ordenó el fusilamiento y se negó a entrevistarse con el condenado.

La Madrid narra

La Madrid cuenta que Dorrego escribió a su esposa Ángela Baudrix y que, junto con la carta, le entregó su chaqueta “bordada con trencilla y muletillas de seda”, para que también se la diera. Asimismo, se sacó los tiradores de seda que llevaba y un anillo de oro, indicando que eran para su hija mayor y para la menor, respectivamente. Luego vino el intercambio de chaquetas, cuyo detalle no se entiende muy bien. Finalmente, le pidió Dorrego que lo acompañara al lugar donde lo ejecutarían, y La Madrid se resistió.

Se sucedió un diálogo conmovedor. ¿“Por qué, compadre, tiene usted a menos el salir conmigo? ¡Hágame ese favor, que quiero darle un abrazo al morir!”. La Madrid, “con voz ahogada por el sentimiento”, le dijo: “no compadre, de ninguna manera tendría yo a menos el salir con usted. Pero el valor me falta y no tengo corazón para verle en ese trance. ¡Abracémonos aquí y Dios le dé resignación!”.

Se abrazaron, y cuenta La Madrid que bajó del carruaje “corriendo, con los ojos anegados por las lágrimas”. Minutos después, “la descarga me estremeció y maldije la hora en que me había prestado a salir de Buenos Aires”.

El coronel Elías

El otro relato -testimonial y nada difundido- sobre el fusilamiento del gobernador Manuel Dorrego, consta en la larga carta que el coronel Juan Elías, oficial de Lavalle, escribió desde Tucumán muchos años después -el 12 de junio de 1869- a su hermano Ángel. Recientemente, la ha transcripto el libro de Juan Isidro Quesada, “Vida y escritos del coronel Juan Elías. 1802-1870”, en su apéndice documental. Tiene algunas diferencias con la versión de La Madrid.

Cuenta el coronel que, cuando mantenía preso a Dorrego en un carruaje, le llegó “un papelito” de Lavalle, que decía: “Elías: sé que Dorrego tiene bastantes onzas de oro. Recójalas V. y dígale que no necesita de ellas, pues para todos sus gastos V. le suministrará lo que necesite”. Elías transmitió todo esto a Dorrego, quien le aseguró que “no tenía un solo peso”. Elías tuvo “la delicadeza de no hacer registrar el carruaje”.

Rato después, llegó un ayudante de Lavalle, ordenándole que llevara de inmediato a Dorrego al cuartel general. Así lo hizo Elías.

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LAS CHAQUETAS. Dorrego y Gregorio Aráoz de La Madrid intercambian sus chaquetas frente al pelotón.

“En una hora”

Inquieto por la ruta del carruaje, Dorrego preguntó al coronel hacia dónde lo llevaban; pero se tranquilizó cuando supo que en el cuartel general estaban Martín Rodríguez y La Madrid. Serían las dos de la tarde cuando Elías hizo detener el vehículo frente a la casa que ocupaba Lavalle.

Allí, “el general se paseaba agitado a grandes pasos y al parecer sumido en una profunda meditación”. Ni bien supo la llegada del prisionero, dijo a Elías: “Vaya V. e intímele que dentro de una hora será fusilado”.

Dorrego había abierto la puerta del carruaje y esperaba ansioso. Cuando Elías le informó la tremenda orden de Lavalle, “se dio un fuerte golpe en la frente, exclamando ¡Santo Dios!” Pidió papel y un tintero y dijo al coronel que llamase con urgencia al presbítero Castañer, quien era su pariente.

Llegó pronto el sacerdote. “Estaba impasible y veía a la víctima conmovido. Yo estuve al pie del carro como una estatua y pude presenciar la entrega, que le hizo Dorrego, de un pañuelo que contenía onzas de oro”, narra Elías. Cuando llegó el momento final, Dorrego le dio una carta para su esposa y otra para el gobernador de Santa Fe, Estanislao López.

Últimos momentos

En esta última -“de la que yo solo conozco su contenido”- informaba a López la sentencia y le decía: “ignoro la causa de mi muerte, pero de todos modos perdono a mis perseguidores. Cese usted por su parte todo preparativo y que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre”.

Elías presentó las dos cartas a Lavalle. Este, “sin leerlas me las devolvió, ordenándome que entregase la dirigida a su señora y que a la otra no le diera dirección”.

Formado ya el cuadro de soldados, Dorrego “que estaba pálido y extremadamente abatido”, pidió a Elías que llamase a La Madrid, y le encargó que manifestara a los generales Rondeau y Balcarce que “les dejo la última expresión de mi amistad”.

Cuando llegó La Madrid, cuenta Elías que Dorrego “lo abrazó con ternura, y sacándose una chaqueta de paño azul bordada que tenía, se la dio al coronel pidiéndole en cambio otra de escocés que tenía puesta. Además, le entregó unos suspensores (tiradores) de seda que habían sido bordados por su hija Angelita, rogándole que se los entregara”.

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EN LA RECOLETA. El sencillo panteón que guarda los restos de Manuel Dorrego.

El final

Luego Dorrego, “apoyado en el brazo del coronel La Madrid y en el del clérigo Castañer, marchó lentamente al suplicio. Un momento después, oí la descarga que arrebató la vida a ese infeliz. Yo no quise presenciar ese acto, cuyas consecuencias preveía”. Agrega: “yo me hallaba mudo al lado del general Lavalle, que profundamente conmovido me dijo: ‘Amigo mío, acabo de hacer un sacrificio doloroso, que era indispensable’”.

La carta de Elías a su hermano terminaba afirmando que todo lo escrito constituía “la narración fiel y verídica de ese episodio de nuestros extravíos políticos”. Y que “cualquier cosa que fuera de esto se diga, es una vil impostura, pues nadie ha conocido estos detalles sino el general Lavalle y yo”.