Más de veinte días tardó en saberse el resultado de la batalla de Caseros y el cambio fue inmediato.
Al promediar la mañana del 3 de febrero de 1852, el “Ejército Grande”, reforzado por contingentes uruguayos y brasileños, que mandaba el gobernador de Entre Ríos, general Justo José de Urquiza, derrota al que conduce el brigadier Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y amo absoluto de la Confederación Argentina desde hace veinte años. Ambas fuerzas contaban con unos 23.000 hombres cada una y abundante artillería. La acción ha desarrollado su rápido trámite en torno al palomar de Caseros, a unas tres leguas de la ciudad de Buenos Aires.
La definición de Caseros inauguró una nueva época para la Argentina. Los representantes de las provincias aprobarían, un año y medio más tarde, la tan ansiada Constitución Nacional. Claro que Buenos Aires se mantendrá separada del resto del país durante casi una década desde entonces. Pero se trata de “otra historia”, y nadie sospechaba semejante escisión en esos momentos. Lo real es que se ha derrumbado el poder de Rosas. Este se refugió en el vapor británico “Locust”, del cual pasó al “Centaur” y finalmente al “Conflict”, todos de la misma bandera, para partir definitivamente rumbo a Inglaterra con su hija, el 9. Allí permanecerá hasta su muerte, en 1877.
Desde Buenos Aires, el 11 de febrero, Amancio Alcorta escribe a Tucumán. “El 3 del corriente sucumbió para siempre la dictadura de Rosas. En la chacra de Caseros, al frente de Morón, combatieron 50.000 hombres… Desde ese día estuvo a bordo de un buque inglés, y antes de ayer se fue llevando nuestro anatema… Nuestros hijos gozarán la felicidad de su ausencia; a nosotros no nos deja ni salud ni fuerzas para gozarla…”
En las líneas que siguen queremos arrimar algunos testimonios sobre el eco que la noticia de la caída de Rosas provocó en Tucumán.
Un fusilamiento
Las comunicaciones son muy lentas en aquellos tiempos. La información de Alcorta tardará más de un mes en arribar a destino, y ya no será novedad cuando llegue. Sucede que va corriendo febrero y, en Tucumán, nadie sabe de la batalla de Caseros ni de sus resultados.
Y por eso el gobernador de la Provincia, general Celedonio Gutiérrez, derrota y fusila al antirrosista Crisóstomo Álvarez, quien había invadido Tucumán con una pequeña fuerza desde Catamarca, invocando unas instrucciones de Urquiza que este luego negará. La ejecución de Álvarez se produce el 17 de febrero. Gutiérrez ignora que desde ya hace dos semanas el poder de Rosas es cosa del pasado.
Pareciera que recién el 24 de febrero se supo en Tucumán la noticia de Caseros. Autoriza la conjetura, el hecho de que ese día don José Posse, oficial mayor del Ministerio de Gobierno de la Provincia, renunciaba a su cargo en términos expresivos de la sensación de “nueva época” -con las consiguientes incertidumbres- que invadía a quienes miraban más allá de la caída del dictador.
Dudas y adhesión
Posse era un antiguo exiliado unitario que se había ido amoldando lentamente al benévolo régimen de Gutiérrez. Al dimitir, exponía sus razones y sus dudas: “Sea que no puedo darme cuenta clara del gran movimiento social que se opera en la república; sea que los intereses que se agitan no se presentan a mi espíritu bien deslindables para comprenderlos; sea que la revolución no se ofrezca a mi reflexión depurada de las pasiones de partido; sea, en fin, que no conciba que los sanos principios y las ideas aún no son bien comprendidos por los pueblos para encarnarse sin sangre; la verdad es que he perdido mi fe en el porvenir, que veo venir la anarquía y que mi espíritu ha caído en un abismo de dudas y conjeturas donde mi conciencia política se encuentra enteramente desorientada…”
Y al día siguiente, el gobernador Gutiérrez escribiría a Urquiza. La nota le aseguraba su adhesión y manifestaba que ella venía de antes de Caseros (también constituyen “otra historia” las curiosas características de esa adhesión). La Sala de Representantes lo respaldará el 12 de marzo.
Júbilo en la calle
Es decir que tanto los diputados como el gobernador que hasta el día antes habían vituperado a Urquiza y asegurado su veneración a Rosas, cambiaban de opinión a toda velocidad, ante la contundencia de los hechos.
Un inglés, H. Huge de Bonelli, secretario de la legación británica en La Paz, estaba de paso en la ciudad en esos días. Asentó sus impresiones de testigo en un posterior libro de viajes. “Durante mi corta permanencia en Tucumán llegaron las noticias de la derrota de Rosas y de la proclamación de Urquiza dando armisticio general a las personas de todos los partidos y opiniones. El conocimiento de aquellos hechos fue recibido con gran regocijo, y la forma en que se lo festejó demostró ampliamente los sentimientos populares”, cuenta Bonelli
De rojo a celeste
Le resultó “sorprendente la transformación operada en el curso de pocas horas”. Hasta entonces estaban impuestas “la cinta roja alrededor de la copa del sombrero de los hombres y otra del mismo color en el ojal de la solapa”. Ellas fueron “cambiadas rápidamente por la celeste, más moderada, que representaba al vencedor”. Además, desde los balcones de la casa de Silva -hoy Museo Histórico Avellaneda- se cantaba el Himno Nacional en homenaje a Urquiza.
El entonces niño de ocho años, Luis F. Aráoz, en su artículo “Urquiza. Impresiones íntimas”, recuerda que se escuchaban gritos desde su casa. Su madre, Epifania Ormaechea de Aráoz, salió a la calle y detuvo a un hombre que pasaba, para preguntarle la razón del ruidoso tumulto. El hombre le contestó: “Dicen que Urquiza ha derrotado a Rosas”. Entonces la señora, “alejándose del interrogado y corriendo hasta nosotros sus hijos, que jugábamos, sentados en el suelo y listos para ir a la escuela de la maestra Trinidad, nos arrancó el moño punzó de reglamento”, y exclamó: “¡Bendito sea Dios!”.
Los nuevos “vivas”
Por la noche, doña Epifania reunió a toda la gente de la casa, sirvientes incluidos, y los hizo rezar el Rosario, para impetrar por “las víctimas de la batalla y por el Ejército Libertador”.
Sigue la crónica de Aráoz. “Los ancianos y hombres de alta clase salían y se agrupaban en las calles, como deseando respirar el nuevo ambiente”. Recordaba Aráoz que “seguí por la noche a un grupo de sesenta personas, entre las que iba mi padre, con la Banda de Música del Gobierno tocando la canción de Lavalle”. Se dirigieron a muchas casas, entre ellas a las de un guerrero de la Independencia que residía entonces en la ciudad, el coronel Cecilio Lucero. En fin, “todo era alegría, como que había pasado la tenebrosa noche de veinte años y resplandecía la aurora de la libertad”. Rápidamente, aquellos “¡Muera el salvaje traidor, loco unitario Urquiza!”, de los días anteriores, se había trocado por los “vivas al nuevo Washington…”
Todavía faltaba
Varios comercios de la ciudad estaban envueltos en un alboroto. Ocurría que las señoras y niñas “buscaban añil de Prusia en los almacenes para teñir el género blanco, bramante, con los colores de la bandera de Belgrano, azul y blanco; pues no había género de color celeste para reemplazar el colorado, obligado por la tiranía”.
Por supuesto, nadie podía suponer entonces que, después de ese entusiasmo, a Tucumán le esperaban tiempos agitados y sangrientos, ese año y el siguiente. Por ejemplo, que el gobernador Gutiérrez sería depuesto y reemplazado por Manuel Alejandro Espinosa (mayo de 1852). O que Gutiérrez recuperaría el poder, tras la derrota y muerte de Espinosa, en Arroyo del Rey (febrero de 1853). Y que Gutiérrez sería derrocado y batido definitivamente en la batalla de Los Laureles (diciembre de 1853).
Pero el ser humano, felizmente, carece de poder adivinatorio. Así, bien podían los tucumanos, al enterarse de la caída de Rosas en Caseros, pensar que se abría delante de ellos un porvenir que solamente iba a contener felicidad.