La superchería del retrato, unas descripciones y algunas historias con mujeres
Quedarían incompletas las notas que se fueron publicando sobre el doctor Bernardo de Monteagudo, si omitiéramos el tema de su imagen física, y si no dijéramos algo sobre la persistente fama de mujeriego que lo acompañó durante toda su vida.
Reiteremos la historia sobre la superchería urdida con su retrato. En 1880, el historiador Mariano Pelliza necesitaba una efigie para ilustrar su libro sobre el prócer. Alguien le dijo que Monteagudo era parecido a Bernardo Vera y Pintado, un argentino de gran actuación en Chile. Entonces, Pelliza pidió al dibujante Henri Stein que practicara modificaciones en el retrato que existía de este personaje, para “transformarlo” en Monteagudo.
Con rapidez, Stein rehizo la efigie de Vera y Pintado. Le puso pelo oscuro en vez de canas, endureció algo los ojos, abrió la casaca, le añadió unos vivos militares, le colocó en el pecho una gran condecoración, además de pintarle la mano que aferraba una pluma. Satisfecho, Pelliza publicó ese falso Monteagudo que, desde entonces, se repitió profusamente en pinturas, estatuas, libros, revistas y hasta en estampillas postales.
Falsedad develada
A fines del siglo XIX, el historiador boliviano Gabriel René Moreno denunció por primera vez la adulteración. Su testimonio fue corroborado por Mariano Billinghurst, quien había conocido a Monteagudo y no titubeó en asegurar que esa efigie “en nada se le parecía”.
En 1943, un historiador de Tucumán, el doctor Estratón J. Lizondo, publicó –en su “Monteagudo, el pasionario de la libertad”- por primera vez, una foto del retrato auténtico. Explicó que el prócer, en Panamá, mientras esperaba contactarse con Bolívar, se hizo retratar por un buen pintor. El cuadro resultante fue llevado luego a Lima. Allí, el pintor V.S. Noroña lo reprodujo en un óleo que firmó, aclarando que era copia, en 1876. Lo adquirió luego un militar peruano, el coronel Bernáldez, quien se lo obsequió en 1926 al destacado historiador tucumano Manuel Lizondo Borda. Después de morir este, en 1966, la pintura pasó a poder de sus familiares, en Estados Unidos.
López describe
En su clásica “Historia Argentina”, Vicente Fidel López brinda una minuciosa descripción física de Monteagudo. Dice que “tenía gesto severo y preocupado; la cabeza con una leve inclinación sobre el pecho, pero la espalda y los hombros muy derechos. Su tez era morena y un tanto biliosa; el cabello renegrido, ondulado y ‘enjopado’ con esmero; la frente espaciosa y delicadamente abovedada, pero sin protuberancias que llamasen la atención o que le diesen formas salientes; los ojos muy negros y grandes, pero como velados por la concentración natural del carácter, y muy poco curiosos”.
La descripción de López sigue. “El óvalo de la cara, agudo; la barba, pronunciada; el labio grueso y muy rosado; la boca bien cerrada y las mejillas sanas y llenas, pero nada de globuloso y de carnudo. Era casi alto, de formas espigadas pero robustas; espalda ancha y fácil, mano preciosa, la pierna larga y delicadamente torneada, el pie correcto y árabe. El sabía bien que era hermoso y tenía grande orgullo en ello como en sus talentos; así es que no sólo vestía siempre con sumo esmero, sino con lujo”.
De una escritora
La escritora Concepción Soneyra, pinta a Monteagudo cuando se presentaba a una reunión social, en San Luis. “Su porte arrogante-dice- revelaba el ascendiente español, la piel morena pálida dejaba adivinar características de razas tropicales, y en la inquietud profunda de las pupilas de color pardo oscuro, brillaba la bravura del hijo de las pampas. Era de estatura irregular, de cabellos negros y crespos sombreando la arqueada frente, la nariz perfecta y la boca sinuosa y de gruesos labios”.
Rafael Alberto Arrieta escribió que era “un tipo hermoso, ligeramente amulatado, de facciones regulares y suaves; pero los ojos, negros y centelleantes, endurecían el rostro con su mirada -la calificación pertenece a una dama- de salteador”. Añade que “en Buenos Aires, como en Lima, la distinción y el boato, la dignidad señoril y los hábitos aristocráticos, fueron siempre atributos naturales de Monteagudo”.
Las mujeres
Ahora, las mujeres. Los enemigos de Monteagudo, que eran muchos, se preocuparon de rodearlo de una fama de voraz e inescrupuloso mujeriego. El viajero Samuel Haigh lo llamó “talentoso, pero libertino personaje”. Es difícil de verificar, en los documentos, cuanto haya de verdad y cuánto de leyenda en tales apreciaciones. Es indudable que debió haber atraído a las damas: un hombre apuesto y varonil, además de soltero, tiene un gran abanico de posibilidades.
Se sabe que su romance más comentado se desarrolló cuando estaba en San Luis, en 1819. Empezó a frecuentar la casa del alférez Juan Pascual Pringles, y pronto enamoró a su hermana, Margarita Pringles. Según uno de sus biógrafos, de esta “hermosa y sugestiva mujer”, estaba ya prendado el brigadier Ordóñez, uno de los prisioneros realistas que cumplían una muy floja prisión en la ciudad. Al parecer, Monteagudo lo desplazó sin mayor esfuerzo en el corazón de Margarita.
Gestión de Margarita
El brigadier quedó lleno de odio. Como, a poco andar, el gobernador Vicente Dupuy prohibió a los prisioneros las visitas sociales nocturnas que les permitía hasta entonces, muchos pensaron que la medida era una sugerencia de Monteagudo, para alejar definitivamente a Ordóñez de la casa de los Pringles. Poco después, los realistas se alzaron en armas contra Dupuy. Tras un encuentro sangriento, el golpe quedó conjurado. Monteagudo se encargó del juicio sumarísimo, donde se condenó a muerte a todos los implicados, entre ellos al citado brigadier.
Pero uno de los sentenciados, el teniente Juan Ruiz Ordóñez, sobrino de aquel, pidió clemencia a Dupuy, argumentando su corta edad y el no haber tomado parte activa en el intento. Cuando el gobernador pasó las actuaciones a Monteagudo, este aconsejó ejercitar con el teniente “un acto de misericordia, que haga resaltar más la justicia con que han sido castigados los conspiradores”. Sucedía que Ruiz Ordóñez era novio de Melchora Pringles, hermana menor de Margarita, quien pidió por él al tucumano y logró así salvarle la vida. Se sabe que Melchora y Ruiz Ordóñez se casaron: vivieron en España y tuvieron hijos. Él murió en 1873 y ella en 1885. En cuanto a Margarita, falleció soltera en 1826.
¿Hijo tucumano?
El doctor Nicanor Rodríguez del Busto, en una conferencia de 1958, recogió la versión de un añoso vecino de Tucumán, Andrés Monteagudo. Este afirmaba ser bisnieto del prócer. Según su versión, su abuelo, Solano Monteagudo, “era hijo natural del prócer y de aquella niña Fernández o Garmendia que en 1811 visitaba diariamente a Monteagudo en el Cabildo (donde estuvo prisionero unas semanas), y mostraba a este menor Solano a todo el público, como hijo de Monteagudo”.
La última relación del prócer parece haber sido la limeña Juanita Salguero. Iba a su casa –o salía de ella, dicen otras versiones- la aciaga noche del 28 de enero de 1825, cuando fue ultimado de una puñalada. Arrieta ensaya una síntesis. Afirma que “la leyenda, nutrida por la calumnia de sus enemigos, lo presenta como un ser lúbrico, fastuoso y cínico. Solo se sabe que amaba las joyas y los perfumes; que se alimentaba de manjares y de vinos exquisitos, aunque con sobriedad; que vestía con lujo y cultivaba una coquetería femenina sin perder su porte viril”.
La casa porteña
El historiador Clemente Fregeiro ofrece una ilustrativa descripción de la casa que habitaba Monteagudo en Buenos Aires. Tenía, dice, ”una sala de reducidas dimensiones, cuyo pavimento, cubierto por una alfombra raída y descolorida por el uso y por el tiempo, neutralizaría apenas la sensación penosa que debía sentirse forzosamente en presencia de que los muros desnudos y ceñidos por una hilera de sillas con asiento de paja, pintadas de color verde subido y reclamadas con guardas y filetes dorados, que parecían estar pegados a ellos”.
Esta línea “era interrumpida sólo por dos mesas de arrimo enchapadas de caoba, colocadas en ambas testeras de la habitación; encima de una de ellas se veía un candelabro amarillo, destinado a alumbrar tan pobre el recinto con los sombríos resplandores de las bujías”.
Hombre del pueblo
En el dormitorio, “se percibía un catre de lona pintado también de verde, unas cuantas sillas del mismo color, en un rincón un baúl y próximo a él una cómoda de caoba en cuyos cajones guardaba libros y papeles. Dos mesas, algunas sillas de ínfima calidad, una rinconera y diversos objetos de loza y de cristal, indicaban que en la habitación contigua al dormitorio satisfacía los apetitos del estómago que, según es fama, no igualaban en Monteagudo a las exigencias imperativas de los sentidos”.
La apariencia de su vivienda era de pobreza, “pero nada revelaba un espíritu extravagante o caprichoso; parecía más bien la casa del hombre del pueblo, dotado de instintos de orden y regularidad”.