La estatua había sido encargada para la Casa de la Independencia, pero Lola Mora logró cambiarla de lugar.
La estatua de “La Libertad”, al centro de la plaza Independencia, resulta tan simbólica de Tucumán como sucede con el Obelisco en relación a Buenos Aires. Pero no es muy sabido que aquel famoso mármol se encargó originalmente para engalanar la Casa Histórica de la Independencia. Vale la pena contar el caso. Años atrás lo desarrollamos en detalle, con Celia Terán, en nuestro libro de 1997, “Lola Mora. Una biografía”.
Bien se sabe que en 1903-1904, el Estado Nacional resolvió demoler la Casa de la Independencia dejando en pie solamente el Salón de la Jura, recubierto por un templete. En la decoración de ese ambicioso edificio (ver “De Memoria”, del 5 de junio último), la escultora tucumana Lola Mora tenía un rol principal.
Llegada a Tucumán
Por un decreto de julio de 1903, se le había confiado la ejecución de dos bajorrelieves y de un “grupo alegórico” para el patio de entrada. El “grupo”, se disponía, iba a medir “cuatro metros de alto y representará la Independencia”, confeccionado en mármol de Carrara. Se trataba, precisamente, de la estatua que hoy conocemos como “La Libertad”. Iba a ser emplazada en el centro del atrio del templete, flanqueada por los dos relieves, uno en cada muro.
El 18 de junio de 1904, Lola Mora llegó a Tucumán. Permanecería en la ciudad durante cuatro meses desde entonces, abocada a un durísimo trabajo: nada menos que instalar los relieves y la estatua en la Casa Histórica, y dejar listo también el monumento a Juan Bautista Alberdi en la plaza de su nombre.
Cambio de lugar
En esos momentos, los operarios estaban dando los últimos toques al templete. Puede conjeturarse que, ni bien Lola Mora llegó al lugar y apreció las dimensiones del edificio, se dio cuenta de que su estatua de “La Libertad” iba a quedar completamente perjudicada con la ubicación que le destinaron. Vendría a cortar por el medio la visual de la fachada del pabellón, y convertirse en un elemento postizo y fuera de escala.
Por eso se movilizó de inmediato. Acudió por telegrama al presidente Julio Argentino Roca y al ministro de Obras Públicas, Emilio Civit, a la vez que acosaba a la Municipalidad de Tucumán. La energía voluntariosa de Lola Mora era capaz de lograr lo que se propusiera.
Así, a apenas diecinueve días de llegada a Tucumán, obtuvo un decreto nacional que disponía –teóricamente, a pedido del municipio- que la estatua de “La Libertad” no se colocara frente al templete de la Casa Histórica, sino al centro de la plaza Independencia.
Sacan a Belgrano
Esto significó desplazar la efigie en bronce de Manuel Belgrano, que se encontraba allí desde 1884 (curiosamente, por decreto de Roca en su primera presidencia). Esto además de crear la complicación de diseñar un pedestal para la estatua nueva, con la altura suficiente para destacarla en su nuevo y privilegiado emplazamiento.
Por cierto que la medida despertó polémicas. Muchos sintieron que retirar la efigie del vencedor de Tucumán era una ofensa a su memoria. Años después, el ex gobernador Ernesto Padilla escribiría que “un inconcebible afán de snobismo permitió sustituir la estatua del prócer con un símbolo de la Libertad, cuya interpretación sobraba cuando, ante el pueblo de Tucumán, estaba encarnada en la figura del héroe que gloriosamente se la dio”…
Además, se desarrolló una colorida controversia sobre la orientación de “La Libertad”. Don Guillermo Aráoz, destacado explorador del Chaco y director del Archivo de la Provincia, opinó –en los diarios- que la figura debía mirar hacia el Este, o sea hacia la salida del sol.
La orientación
Lola Mora sostuvo que, en el mundo, existían grandiosos monumentos que no miraban al sol. Terminaba con un párrafo jocoso: “Hay otra razón: que acá, más que en ninguna parte, es adivinada la posición de la estatua; porque colocada frente del sol y marchando una y otro hacia las alturas, pueden toparse en el camino produciéndose un gran choque, y… querido tío Guillermo, después de la catástrofe, ¿qué nos haríamos sin Libertad y sin sol en Tucumán?”…
Alguien interrogó al general Bartolomé Mitre sobre el asunto. Este dijo que, a una obra de arte, “la haría mirar hacia el Oriente, porque esa es la orientación que se da a los monumentos cristianos”; y “tratándose de La Libertad entre nosotros, según nuestro simbolismo patriótico, ella debe mirar al sol naciente de la libertad, que corona el escudo nacional”.
Sobre este juicio, Lola Mora, firme en su postura, comentó que “si el general Mitre, a quien mucho estimo y respeto, es una autoridad como historiador, yo también creo tener el derecho de opinar como artista, desde que en este caso, se trata de una cuestión de arte”… Como sabemos, la escultora finalmente impuso su voluntad.
Toda una fiesta
El escritor Pablo Rojas Paz, niño entonces, fue testigo de la ardua faena de construir el pedestal de granito y colocar la figura al tope. En un capítulo evocativo de “El patio de la noche”, narra que “la imponente escultura que representaba a una mujer rompiendo cadenas, fue colocada sobre el pedestal ante un numeroso pueblo, que comentó el hecho durante mucho tiempo”. Lola Mora representaba una auténtica “gloria local, a cuyo paso se descubrían los señores y se hacían lenguas las mujeres”.
Narraba que, verdaderamente, “era una fiesta” ver a Lola Mora dando órdenes al centro de la plaza, “entre el canto de sus obreros italianos y sus claras y penetrantes voces de mando dichas en toscano purísimo”. Los obreros “cantaban allá arriba, mientras hacían crepitar el granito y el mármol con el golpe de los cinceles. Uno, de voz más potente que los otros, cantaba ‘Celeste Aída’ a plenos plumones. El cielo era de un azul de mar antiguo. El aire estaba lleno de tañidos y palomas”. Pero, en un momento dado, la escultora “cambió inmediatamente de gesto y tono; de dulce y amable se puso irascible y violenta. Y dando un grito, exclamó: ¡Abajo todo el mundo!¡Estáis colocando ese bloque al revés!”.
La inauguración
La estatua de “La Libertad” se descubrió el caluroso 24 de septiembre de 1904. Por la mañana, las autoridades habían dejado habilitado el templete y los relieves, y al día siguiente se haría lo mismo con el monumento a Alberdi.
A las cinco de la tarde, rodeado por gran cantidad de público y por centenares de niños de las escuelas, el intendente municipal, don Manuel Martínez, retiró la bandera que cubría la estatua de Lola Mora. Según la crónica de “El Orden”, el tirón no fue suficiente, y la enseña quedó enganchada en uno de los brazos.
A pesar de que el público gritaba que la dejaran así, se trajo una escalera y trepó ágilmente un soldado del piquete para soltarla, siempre en medio de estruendosos aplausos. Luego, Martínez pronunció un breve discurso, y los escolares marcharon rumbo al flamante templete de la Casa Histórica.
Habla Terán
El 27 de septiembre, la Sociedad Sarmiento agasajó a Lola Mora. La velada fue a las nueve de la noche y la escultora ingresó al salón de actos del brazo del presidente Pedro Alurralde, quien ofreció el tributo. Vino luego un programa de piezas musicales, luego del cual habló el joven doctor Juan B. Terán. Se entregó a la escultora un álbum encuadernado en cuero, que documentaba el homenaje.
En su discurso, Terán expresó que nuestra ciudad, “populosa y comercial, con espíritu inquieto y activo”, que “comienza a gustar de las emociones de la vida moderna”, venía a completar “su aspecto exterior y acreditar su progreso espiritual”, levantando “las blancas estatuas que detendrán los ojos del viajero”. Ellas le señalarían “la presencia de un pueblo que no vive sólo de pan; que siendo febrilmente industrial, con características demográficas como ningún otro de América Latina, comprende la misión del arte y busca vestirse con su prestigio”.
Esto porque “sabe que el arte, como una alta armonía, preside y regula la prosperidad material, que sin aquél exaspera sólo los bajos instintos, corrompe el corazón y funda civilizaciones deslumbrantes, pero heridas de muerte, amaneradas e infecundas”.
Más homenajes
En los días que siguieron, se brindó también a Lola Mora un homenaje en Monteros. La familia de Pablo Moersig la invitó a pasar un día en la villa. Fue recibida en la estación por una multitud y, en el Club Unión, se le dedicaron aclamaciones delirantes, entre una lluvia de flores. El almuerzo se sirvió en la quinta de Norry, a orillas del río Mandolo. Al regreso, las ovaciones a la escultora se reiteraban en cada una de las estaciones donde se detenía el tren. En el Hotel Nacional, en la ciudad, presidió el banquete que le ofrecía un grupo de admiradores.
La noche del 4 de octubre, Lola Mora partió de regreso a Buenos Aires. La crónica de “El Orden” narra que acudieron a despedirla, a la estación, “numerosos admiradores de su talento artístico”, quienes lanzaron “entusiastas vivas y aplausos” cuando el convoy se puso en marcha.