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EL TEMPLETE O PABELLÓN. Fachada del edificio que guardó el Salón de la Jura desde 1904 hasta 1942, visto desde la calle Congreso, en una foto de 1916. LA GACETA / AARCHIVO.

Entre 1903 y 1904 se demolió la Casa Histórica, salvo la habitación del Congreso, que quedó cubierta por un templete


Para empezar, un rápido inventario de los datos conocidos de la Casa Histórica. Que fue construida a fines del siglo XVIII para la familia Laguna. Que allí se declaró la Independencia, en 1816. Que sus propietarios por herencia, los Zavalía Laguna, la vendieron al Estado Nacional en 1874. Que entonces se destinó para sede del Juzgado Federal y del Correo, tras modificarle totalmente la fachada. Que su posterior estado ruinoso determinó que fuera demolida, en 1903, y se conservó únicamente el Salón de la Jura, recubierto por un gran templete o pabellón. Que la Casa se reedificó íntegramente en 1942-43, en torno al referido Salón, con lo que adquirió su aspecto actual.

En las líneas que siguen, intentamos examinar la penúltima etapa: aquélla del templete o pabellón, palabra que designa a una construcción erigida para cobijar algo.

Cerrada y en ruina

La historia del tramo empieza en 1902. Iban corriendo ya seis años desde que el Juzgado y el Correo se habían trasladado a otros locales, obligados por el estado calamitoso del caserón. Este permanecía cerrado. Sólo se abrían sus puertas los 9 de julio, para el homenaje que organizaba puntualmente la Sociedad Sarmiento, o para las peregrinaciones estudiantiles.

Sucedió que ese año 1902, llegó de visita a Tucumán el ministro de Obras Públicas de la presidencia Roca, doctor Emilio Civit. En un agasajo en el ingenio Concepción, doña Guillermina Leston de Guzmán, esposa del propietario de la fábrica, le manifestó la necesidad de que la Casa Histórica, cerrada y semidestruida, fuera “restaurada en su totalidad, o por lo menos salvada y restaurada en la parte que aún queda”. El ministro prometió encargarse del asunto, y cumplió.

Solo el Salón

En Buenos Aires, se resolvió sin discusiones que lo único posible de resguardar era el Salón de la Jura. No era extraño el criterio. Faltaban más de tres décadas para que empezara a abrirse camino la postura de conservar los edificios históricos en su totalidad. Eran todavía los años en que lo viejo se demolía sin vacilar. Se lo reemplazaba por construcciones nuevas y monumentales, testimonios de una Argentina que marchaba velozmente rumbo a un destino de crecimiento y opulencia.

La Inspección Nacional de Arquitectura diseñó, a tambor batiente, un proyecto que elevó al Poder Ejecutivo. El 3 de enero de 1903, en acuerdo de ministros, el presidente Julio Argentino Roca dictó un decreto de largos considerandos.

Decreto de Roca

Tenía en cuenta que “el mal estado del edificio requiere la ejecución de trabajos de reparación con la mayor urgencia”. Y sucedía que “por la naturaleza deficiente de los materiales con que ha sido construido, las reparaciones que en la actualidad se le hicieran no serían bastantes a asegurar su estabilidad sino por corto tiempo, a menos que se le sustraiga por completo a la acción destructora de los agentes atmosféricos”.

Agregaba que, “con tal objeto, se ha proyectado la construcción de un edificio, suficientemente amplio como para contener en su interior la Sala de la que se trata, sin perjuicio de que responda a la importancia histórica de aquélla y al pensamiento que preside a su conservación”.

En consecuencia, se daba visto bueno al proyecto y se destinaban 55.000 pesos para ejecutarlo, “por administración o contrato, según resulte más conveniente”.

Dos meses más tarde, por decreto del 27 de febrero, se aprobaba el contrato celebrado con el empresario Santiago Weill, “para la construcción del pabellón destinado a encerrar el Salón Histórico de Tucumán”, así como las “tareas de reparación” de este último, por la suma de 54.706,23 de los fuertes pesos moneda nacional de entonces.

El gran pabellón

Sin perder un momento, los operarios de Weill pusieron manos a la obra. En pocos días, echaron abajo la casa de la Independencia, dejando solamente en pie el Salón de la Jura. Este quedaría encerrado dentro del gran pabellón, que se empezó inmediatamente a levantar. Nunca habían visto los tucumanos una construcción con aspecto tan imponente.

El arquitecto Raúl Torres Zuccardi lo describe como “un gran espacio cubierto que protegía al Salón de la Jura mediante sus cerramientos laterales y una cubierta de vidrio, sostenida por una sutil estructura metálica”. Estima sus dimensiones interiores en 28 metros de largo por unos 12 o 13 de ancho, y una altura de 9 metros. El alto total de la fachada tendría unos 14,50 metros.

Visto de frente, el volumen se organizaba en cinco módulos, sintetiza Torres Zuccardi: “uno central, avanzado, que hace de pórtico de acceso”, y cuatro “entrados”, distribuidos en dos y dos, a ambos lados. Hacia los extremos norte y sur, estaba los módulos finales, que no podían franquearse, “con menor desarrollo en ancho pero conservando los mismos elementos figurativos”.

Detalles y decoración

Los módulos se delimitaban con pilastras almohadilladas y los vanos de las aberturas –para paso, vistas o luz- se sostenían con arcos rebajados apoyados en columnas de fuste circular. Sobre la arquería, “se sostenía el tímpano, que se interrumpía con una pequeña moldura para dar lugar al friso, decorado con exceso”. Subraya que “el conjunto de bases, columna, arco rebajado y friso, se apartaba de las convenciones canónicas del clasicismo”.

Las pilastras separatorias de los módulos, organizaban “una verticalidad plana –nunca escultórica o tridimensional- de los elementos de la fachada”. Aparentaban soportar dos grandes ménsulas, “de buena altura y poco vuelo”, que “servían visualmente de apoyo al cornisamiento”. La misma intención se apreciaba en el plano superior de la fachada.

En la ornamentación, dominaban “los elementos vegetales y florales, y el perfilado de líneas de molduras y arcos”. Este apartamiento de la decoración clásica, opina, “sugeriría una práctica ornamental cercana al art nouveau sin recurrir a la nueva espacialidad que este propició”.

De acuerdo a la apreciación del arquitecto Alberto Nicolini, el templete, diseñado dentro de los cánones de “la arquitectura francesa barroca y del siglo XIX”, adolecía de una abundancia de manierismos “no muy brillantes” y presentaba una ornamentación bastante recargada.

La “casita”

El ingreso al templete era también grandioso. Luego de trasponer el portón de una importante reja, sobre la línea municipal de edificación de calle Congreso, se desplegaba un vasto patio embaldosado y rodeado por plantas.

En el “parterre” del centro empezaba a crecer una palmera y, en cada una de las paredes del costado –que remataban en decoraciones con el estilo del templete- se emplazaron los dos grandes relieves que Lola Mora ejecutó en bronce, y que evocaban, respectivamente, el 25 de Mayo de 1810 y el 9 de Julio de 1816. Dos palmeras decoraban, también, ambos extremos de la reja de ingreso.

El interior de la grandiosa estructura estaba despojado de ornamentación. Tenía una tribuna elevada, una “mezzanine”, para que el público pudiera concentrarse sólo en el elemento al que se rendía homenaje: el Salón de la Jura.

Con una techumbre de teja a dos aguas y solitario al centro de un espacio tan grande, el salón tenía aire de “casita”. De allí salió esa denominación de “Casita de Tucumán”, que le adosaron los turistas y que muchos repiten hasta hoy. Gracias al techo de vidrio, la “casita” recibía luz plena desde el amanecer hasta el crepúsculo.

La inauguración

La construcción del templete se ejecutó con gran rapidez. La misma Lola Mora dirigió el armado de sus relieves -que vinieron parcelados por la fundición europea- y su fijación en las paredes del patio de entrada.

La inauguración tuvo lugar el 24 de septiembre de 1904 a las diez y media de la mañana, luego del Tedéum recordatorio de la Batalla de Tucumán, que presidió el gobernador Lucas Córdoba. En una gran ceremonia, realzada por la presencia del ministro Civit y del vicegobernador de Buenos Aires, doctor Adolfo Saldías, se descubrieron sucesivamente los relieves, dando por habilitado el edificio. Los discursos corrieron a cargo del presidente de la Sociedad Sarmiento, Pedro Alurralde, y del presidente del Círculo Tucumano en Buenos Aires, doctor Ubaldo Benci, entre estruendosos aplausos. Por la tarde, se inauguró la estatua de la Libertad, en la Plaza Independencia.

El templete tuvo una vida de casi 40 años. Como se sabe, sería demolido en 1942, cuando se dispuso reconstruir la Casa Histórica original en torno al Salón de la Jura. Fue esta una magna obra, que planeó y dirigió el arquitecto Mario Buschiazzo.

Valor del templete

Aquel pabellón de 1904 es un edificio que no ha tenido suerte en la valoración histórica. La posteridad lo vincula siempre con la lamentable demolición de la Casa: es un juicio que no tiene en cuenta -como dijimos- que entonces regían valores distintos a los conservacionistas, que son indiscutibles hoy.

Si se mira el asunto con otro espíritu, parecen innegables valores nada pequeños del templete. Como lo hace notar Torres Zuccardi, era una construcción majestuosa, cuya envergadura expresaba un homenaje de verdadera magnitud a la Independencia: quería proteger el ámbito donde se la juró, con el respeto y boato debidos.

De allí provinieron “su orientación y su realización: lo mejor de lo mejor, conforme a la estética que prevalecía en la época”, aunque mirándolo hoy -en fotos- podamos hacer reparos a su diseño o a su ornamentación. Además, vino a enjoyar notablemente la ciudad: fue, por lejos, su edificio público más importante y lujoso hasta 1912, año en que se inauguró la Casa de Gobierno.