Lacónico y solterón, Juan José Paso, secretario del Congreso, desempeñó altos cargos durante dos décadas.
Hay algunas imágenes de próceres que reconocemos al instante, porque desde la edad escolar, las hemos visto reiteradas hasta el cansancio en libros, en revistas, en carteles. En la brevísima lista, parece obligado incluir a San Martín, a Belgrano, a Saavedra, a Laprida, a Juan José Paso. Nos detengamos en este último. Es inconfundible la estampa del patricio flaco, de cabeza alargada, pelo escaso y corto, rostro afilado y serio, ojos penetrantes.
Y no solo reconocemos el rostro. También desde la escuela nos queda en la memoria el nombre de Paso. Lo hemos visto aparecer a cada rato –aunque siempre en aparente segundo plano- en los primeros veinte años de historia argentina, desde el Cabildo Abierto y la Primera Junta de 1810, en adelante.
Fuera de los historiadores, poco o nada saben los argentinos de su vida. Vale la pena revisarla en el Bicentenario de la Independencia, porque fue secretario del Congreso de Tucumán.
Cátedra porteña
Juan José Paso, quien suprimió en su apellido la segunda “s”, era porteño, nacido en 1758, hijo de don Domingo Passo y de doña María Manuela Fernández Escandón. Su padre, gallego de origen, era uno de los primeros panaderos importantes que hubo en Buenos Aires. El negocio y la casa de familia, estaban en la hoy calle Alsina, en la vereda de enfrente y en diagonal con el Convento de San Francisco.
Juan José estudió en la pequeña escuela franciscana y luego en el Real Colegio de San Carlos. Pasó de allí a Córdoba, al Colegio de Monserrat. Se graduó sucesivamente de bachiller en Filosofía y Artes y de doctor en Teología. Cuando egresó, el rector anotaría el “sentimiento de todos, por el mucho honor que ha hecho al Colegio con su aprovechamiento y estudio”.
De regreso a Buenos Aires, en 1781 lo nombraron profesor de Filosofía en el Colegio de San Carlos. Según escribía el canónigo Juan Baltasar Maciel, tanto Paso como Luis Chorroarín se destacaron en sus cátedras, y “no era fácil en estas partes encontrar sujetos de igual talento, celo y aplicación”.
Charcas y Lima
Poco después, viajó al Alto Perú, para estudiar Derecho en la Universidad de Chuquisaca. Allí se doctoró en 1791 y quedó habilitado como abogado tras cumplir la práctica en la Academia.
Luego se trasladaría a Lima, para ejercer la profesión y a ensayar negocios mineros. Su biógrafo Héctor J. Tanzi apunta que pronto quiso regresar al país, sea porque no prosperó en su actividad, o que “el clima del Perú lo obligó a dejarlo; o era que ya por entonces lo afectaba una hidropesía que lo persiguió toda la vida”.
Ya en Buenos Aires, en 1803 lo designaron agente fiscal de la Real Audiencia. No luchó en las invasiones inglesas, pero participó en el reemplazo del virrey Rafael de Sobremonte por Santiago de Liniers. Poco después, con sus hermanos Ildefonso y Francisco, se unió a la conspiración de los patriotas, que aspiraban a sacudirse la tutela de España.
La semana de mayo
Al reunirse el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, Paso tuvo su primera gran aparición pública.
Después del discurso de Juan José Castelli, vino la réplica del fiscal Manuel Villota, quien arguyó que Buenos Aires no tenía facultades para hablar en nombre de las provincias sin consultarlas. Entonces, Paso tomó la palabra y desarrolló brillantemente la tesis de que la ciudad porteña, como hermana mayor, podía tomar decisiones ante las emergencias, con cargo de dar cuenta a un futuro congreso de las provincias.
El 25 de mayo, al ser derrocado el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y sustituido por una Junta de Gobierno que presidía Cornelio Saavedra, tocó a Paso el cargo de secretario, junto con Mariano Moreno. Pronto la Junta lo despachó comisionado a Montevideo, para tratar de inclinar esa jurisdicción a su favor.
En medio de gran hostilidad, pudo exponer ante el Cabildo. Pero el comandante naval José María Salazar atropelló sus argumentos y despidió a Paso, quien estuvo prácticamente arrestado durante toda su estadía. Salazar lo calificó de “hombre muy instruido y de grande elocuencia”, del cual era necesario librarse “como de una peste”.
Los Triunviratos
Compartió con Moreno la tesis negativa sobre la incorporación de los diputados provincianos. A pesar del fracaso de 1810, al año siguiente volvió en misión a Montevideo, para iniciar tratativas con Francisco Javier de Elío, acompañado por los diputados José Julián Pérez, el Deán Gregorio Funes, Ignacio Álvarez Thomas y José de la Rosa. Lograron firmar un tratado preliminar de paz. La Junta lo rechazó, pero aprobó el nuevo que Paso, Pérez y José García de Cossio negociaron posteriormente, y que se firmó en octubre de 1811.
Al ser sustituida la Junta por un Triunvirato, se eligió para integrarlo a Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Paso. Seis meses más tarde, Paso fue reemplazado interinamente por Bernardino Rivadavia. Luego de la revolución de diciembre de 1812, se integró un segundo Triunvirato, formado por Paso, Nicolás Rodríguez Peña y Antonio Álvarez Jonte.
Arresto y misión
Según el historiador Tanzi, los hermanos de Paso -uno de ellos comandante del Resguardo militar y el otro miembro del Cabildo- habían formado lentamente un partido que iba ganando prestigio, sobre todo en las clases comerciantes. Así lograron imponer el nombre de Juan José en ese Segundo Triunvirato.
Se había convocado la Asamblea de 1813. Paso la consideraba prematura y movilizó a sus seguidores para obstaculizar la reunión. El propósito fue desbaratado: el Gobierno arrestó a los hermanos de Paso, y este fue separado del Triunvirato.
A pesar del tropiezo, en 1814 lo designaron enviado extraordinario en Chile. Su misión de consolidar la revolución trasandina fue ardua, y finalmente no tuvo éxito. Volvió a Buenos Aires después del contraste patriota de Rancagua, y en 1815 se lo nombró Asesor de Gobierno y Auditor de Guerra del Directorio.
El Congreso y la Junta
Ese cargo tenía cuando resultó elegido diputado, por Buenos Aires, al Congreso de Tucumán. Desde la secretaría, que compartió con el doctor José Mariano Serrano, tuvo activa participación en las deliberaciones, y firmó tanto el acta de la Independencia, en 1816, como la Constitución sancionada en 1819.
Al ocurrir la batalla de Cepeda, en 1820, y la consecuente caída del Directorio y del Congreso, Paso fue encarcelado. Pero pronto volvió al escenario, elegido miembro y presidente de la flamante Junta de Representantes. El gobernador Manuel de Sarratea, adversario político de Paso, lo arrestó acusándolo de estar comprometido en negociaciones con los portugueses. Salió de la cárcel y siguió actuando destacadamente en la Junta de Representantes. En 1824, lo eligieron diputado al Congreso Nacional.
Allí, dice Tanzi, “su opinión alcanzará un grado de madurez intelectual de gran jerarquía. No hubo tema que no tocara ni debate en que no participara, todo visto y tratado a través de su amplia cultura y notoria experiencia”.
Últimos cargos
Luego de la disolución del Congreso, fue nominado por el grupo de adversarios del gobierno de Juan Lavalle, para integrar la Junta de Representantes. Pero el fraude cometido en la ciudad, determinó la anulación de esos comicios.
Al asumir el nuevo gobernador provisional, Juan José Viamonte, resolvió formar un Senado Consultivo que lo asesorase, y Paso integró ese organismo.
Ya no volvió a tener actuación pública. Murió en la casa paterna, donde había nacido, el 10 de setiembre de 1833. Se había mantenido obstinadamente célibe. “Rey de los solteros”, lo bautizaría jocosamente el padre Castañeda. Para despedir sus restos en la Recoleta, hablaron los doctores Vicente López y Planes y Bernardo Vélez. El gobernador Juan Ramón Balcarce decretó la erección de un sepulcro, para este “hijo ilustre de la Patria que supo rendir, con habilidad y talento, servicios importantes a la causa de la Independencia, y que como magistrado supo distinguirse por su integridad y celo”.
Metódico orador
El jurista Benjamín Villegas Basavilbaso, lo describió como un hábil expositor, “adversario de la inútil retórica, metódico y claro”. Tenía “una voz clara y armoniosa” que a veces, en el fragor del debate, revelaba “la emoción interior que lo abrasaba y que hubiera deseado ocultar”.
Según el mismo autor, físicamente era “de estatura inferior a la mediana, y la naturaleza no le había prodigado la belleza de las formas. Noble de cabeza, alta la frente, surcada de arrugas; ojos pequeños de una vivacidad inquieta que sorprendía por la mirada un tanto burlona; moreno de rostro; apretados los labios, bien dibujados; descarnadas las mejillas; mesurado en el gesto, nervioso en el andar, pulcro, muy pulcro en su persona”.