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DEL DOCTOR ARTEAGA. Firma del abogado a quien se atribuye la confección de las instrucciones. LA GACETA / ARCHIVO.

Tucumán les indicó que debían sostener, ante todo, “la absoluta independencia de España y de sus reyes”


Luego de una elección que abundó en complicaciones, se incorporaron al Congreso de las Provincias Unidas los diputados por Tucumán, doctores Pedro Miguel Aráoz y José Ignacio Thames, ambos sacerdotes del clero secular. Tiene interés conocer qué mandatos tenían esos representantes para desempeñarse en las sesiones.

Ricardo Jaimes Freyre editó por primera vez, en 1916, el texto de las instrucciones que llevaban, y Humberto Mandelli las comentó, en 1939. Son los trabajos que utilizamos en las líneas que siguen.

Elección y comisión

El 20 de diciembre de 1815, tres meses antes de abrirse el Congreso, se reunió el Cabildo de San Miguel de Tucumán, para acordar el mandato que se daría a los diputados. Se resolvió convocar a los habitantes de la ciudad y campaña para que, “divididos en cuatro cuarteles”, eligiera cada uno un elector. Estos electores, “en consorcio” con el gobernador y el Cabildo, confeccionarían las instrucciones.

La elección se efectuó el 23 de diciembre y los elegidos, tras deliberar con el gobernador Bernabé Aráoz y el Cabildo, resolvieron agilizar el trámite. Nombraron una comisión de tres de ellos para que redactara las instrucciones y las presentase al Cabildo. La comisión quedó formada por un abogado, el doctor José Serapión de Arteaga, y dos eclesiásticos, los doctores Lucas Córdoba y Gregorio de Villafañe.

Tal vez Arteaga

Dos semanas más tarde, las instrucciones estaban redactadas. Se las presentó al Cabildo el 6 de enero de 1816, en una reunión que presidía el alcalde de primer voto, doctor Domingo García y a la que asistía también el gobernador Aráoz. El historiador Mandelli supone que el texto había sido redactado por Arteaga, letrado salteño por entonces asesor del Cabildo, y muy considerado por su versación jurídica.

El Cabildo estudió las instrucciones. El 18 de enero “las halló arregladas”: les practicó solamente tres retoques y distribuyó copias entre los diputados. Constaba de 22 artículos en total.

El primero instruía a los diputados que “la Religión Santa Católica Apostólica Romana será la única y sola de la América del Sur”.

La independencia

A continuación, se formulaba una instrucción de la máxima importancia. Jaimes Freyre dice que “debe reivindicarse, para el pueblo de Tucumán, la gloria de haber llevado a aquellas deliberaciones la idea precisa, neta y determinante de la necesidad de la soberanía”.

En efecto, el artículo 2 hacía hincapié en que “la absoluta independencia de España y de sus reyes, será el fundamento y objeto principal sobre el que se afiance el pedestal de nuestra libertad, bajo los auspicios y protección de Nación extranjera; a cuyo efecto se solicitará una alianza estable, fiel y permanente, sujeta a los tratados”.

El artículo 3 revestía, asimismo, gran trascendencia. Buscaba otorgar autonomía a la tarea del Congreso, separándola de toda intervención del Gobierno. Decía: “los diputados pedirán que el Congreso Soberano se declare el Tribunal Supremo de la Nación, y que el Gobierno no deba tener intervención alguna en sus soberanas deliberaciones, para que los individuos que lo integran obren con el interés y perfecta libertad que les corresponden”.

Las pautas

Otro artículo (el 4) dejaba librado “a la prudencia ilustración de los diputados” lo referente al “bien general de las provincias y en particular de esta, en cuanto toca a su industria, comercio y demás particularidades de su felicidad y adelantamiento”.

Notoria importancia tenía también el artículo 5. Enunciaba las pautas para esa organización nacional que –ingenuamente- se pensaba que sería fruto inmediato del Congreso. Debían solicitar que “la Constitución que se sancione sea adaptable a nuestra situación local y política; a la índole y habitudes de los ciudadanos; que aliente la timidez de unos; que contenga la ambición de otros; que acabe con la vanidad inoportuna; que ataje pretensiones atrevidas; destruya pasiones insensatas y dé, en fin, a los pueblos, la Carta de sus derechos y al Gobierno la de sus obligaciones”.

Nadie podría discutir la sensatez del marco que debían proponer los diputados al Congreso, y que podría ser reiterado como la aspiración de cualquier asamblea.

El único juez

Debía preverse también la posibilidad de remover a los diputados. El artículo 6, tras ser retocado por el Cabildo, expresaba que “queda el pueblo y su campaña facultada para retirar sus poderes a sus representantes con causa legítima, vista y juzgada por una comisión de diputados que se nombrase para el efecto, y confirmación del soberano Congreso”.

Hace notar Mandelli que el hecho de que la decisión final fuera tomada por el Congreso, consagraba a éste como juez exclusivo de la conducta de sus miembros. Es decir, el mismo principio que fijaría, casi cuatro décadas más tarde, la Constitución de 1853.

Los diputados debían pedir (artículo 6) que se invitara a la Banda Oriental y al Paraguay a enviar representantes, “si lo hallan conveniente”. Su negativa no debía “embarazar los progresos de nuestra legislación y su observancia”.

Los realistas

Las instrucciones eran duras respecto de los realistas. Era lógico, dados los tiempos de guerra que se vivían. Los diputados debían pedir “su exclusión total, a menos que decididamente se declaren a favor de la causa de América” (artículo 8). Y si no tenían carta de ciudadanía, serían los primeros en sufrir las “contribuciones forzosas” que el Congreso pudiera imponer, por la situación bélica (articulo 9).

Hasta que se declarase la paz con España y ella, con todas las naciones, reconocieran “la justa Independencia de América”, quedaba prohibido “a todo europeo que no goce de ciudadanía, contraer estado matrimonial en los pueblos de la Unión” (artículo 21). A esta cláusula la suavizó el Cabildo. Agregó que, respecto a la expulsión, para los casados se entiende que ocurrirá “siempre que no se decidan por la justicia de nuestra causa”. Y en el caso de los solteros, podrían “subsanar su conducta mediante carta de ciudadanía”.

Sesiones públicas

En cuanto a las “contribuciones forzosas”, si fueran necesarias “para engrosar los fondos nacionales” y para “sostener la fuerza militar, como que de estos brazos depende la segura suerte del Estado”, debía obrarse con moderación. Los medios usados debían ser tales “que no toquen en odiosos”, decía el artículo 10.

Se ocupaban las instrucciones de las sesiones del Congreso. Ellas debían ser “públicas y en voz alta”, salvo que “una urgente necesidad, por la salvación del país, exija hacer algunas secretas” (artículo 12). El “mayor crimen” de los diputados, advertía, sería “mezclarse en deliberaciones, facciones y partidarios”: si una sanción se adoptara “de acuerdo con la facción”, sería “nula y sin efecto”. Esto salvo que en la misma “reconocidamente se advierta el interés del bien general” (articulo 13).

Paz y concordia

”Restablecer la paz y pública concordia de los pueblos hermanos”, debía ser propósito de los diputados, según el artículo 14. Y de acuerdo al 15, había que sostener que “todo americano de las provincias” gozaba de sus fueros de ciudadano “en cualesquiera pueblo de la Unión que eligiere”.

La promoción, “con el mayor empeño y vigilancia”, de “la instrucción pública de la juventud de ambos sexos” y, para economizar gastos al erario, la prudencia en la creación de “cargos civiles o políticos”, eran recomendaciones de los artículos 15 y 16.

También se daban pautas sobre los gobernadores. El nombramiento de estos –entonces competencia del poder central- debía recaer en “un hijo nativo de la provincia o vecino de ella”. Pero lo primero era que tuviese la confianza pública, por sus servicios, por su conducta y por su “adhesión a la Causa Santa de la Patria”, decía el artículo 18. Aquí el Cabildo agregó que podía ser gobernador “cualesquiera individuo, apto, capaz y benemérito de las Provincias Unidas”.

La común felicidad

El último artículo concluía “fiando últimamente al celo de los representantes, todo lo demás que no se halle en estas instrucciones, y convenga a nuestra común felicidad y de todas las provincias del Estado”.

Un siglo más tarde, Jaimes Freyre, en su edición pionera de las instrucciones de 1816, afirmaría que eran “dignos de examen y de meditación” todos sus artículos. “Respondiendo en algunos puntos a las exigencias del ambiente; tendiendo en otros a su modificación; revolucionarios en no pocos, son siempre interesantes para el historiador y el sociólogo, que verán en ellos uno de los más expresivos exponentes políticos de la época”.