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EL DOCTOR VÍCTOR BRULAND. Serie de imágenes que registraron sus facciones, desde la juventud hasta el final de su existencia la gaceta / fotos de archivo

A lo largo de medio siglo, el doctor Víctor Bruland curó a los tucumanos y difundió entre ellos la educación sanitaria.


En sus últimos años, el doctor Víctor Bruland solía caminar lentamente por las calles de Tucumán. La vejez le había llegado de pronto. Lo traicionaba la salud y no tuvo más remedio que decir adiós a sus cabalgatas de empedernido cazador y pescador. Ernesto Padilla recuerda que le gustaba detener a la gente para mostrarle cartas elogiosas que había recibido en su juventud. Sordo ya, veía poco y su vida era muy ajustada.

Algo más valioso que el dinero dulcificaba los días postreros del médico. Era palpar el cariño y el respeto de la gente. La inmensa mayoría ignoraba que los académicos de Francia dedicaron sus sesiones, más de una vez, a estudiar con interés los informes científicos que les enviaba desde la Argentina.

Pero lo que sí sabían era que este hombre de rostro modelado sin blanduras, con pelo y barba blancos y ojos muy claros de mirada enérgica, había salvado muchas vidas, a lo largo del medio siglo que llevaba viviendo en la calurosa provincia.

En Tucumán

Francés nacido en Saint-Louis en 1817, hijo de Louis Bruland y Marie Victoire Valdet, venía de una vieja familia alsaciana. Se graduó de médico en 1838, en la Facultad de Montpellier. Llegó al Río de Plata en 1841, y se estableció un tiempo en Montevideo. La ciudad estaba sitiada y sirvió como cirujano de la Legión Francesa e Italiana. Eso le permitió trabar relación con el famoso Giuseppe Garibaldi.

En 1844, en Buenos Aires, revalidó sus títulos de profesor de Medicina y Cirugía, y decidió trasladarse durante todo un año a San Juan. Allí estrechó amistad con su colega Guillermo Rawson, quien luego sería fiel elogiador de su personalidad y de su ciencia.

En 1845 se puso en marcha rumbo a Tucumán. Fue recibido con los brazos abiertos y empezó de inmediato a ejercer. Como médico trajo, tanto a esta provincia como a otras que requirieron su asistencia, varias importantes novedades.

Éxitos y adelantos

Los diarios comentaban sus exitosas intervenciones: la difícil operación de cataratas que terminó con los cinco años de ceguera del prestigioso riojano Nicolás de la Colina, en 1860; la traqueotomía que salvó la vida de dos niñas, una en Salta, en 1869, y otra en Tucumán, en 1880; la de 1876, cuando logró remeter el estómago de un hombre apuñalado y dado por muerto en Los Pocitos, que al mes volvería a montar a caballo.

Uno de sus grandes éxitos iniciales en Tucumán, fue la famosa operación de Dupuytren, para crear el ano artificial, que practicó impecablemente a don Manuel Anabia, en 1849. Como intervención “dificilísima, que no se ha repetido hasta ahora en la provincia”, la evocaría “El Comercio del Plata”, años después.

Según este diario, fue Bruland quien introdujo el fórceps en Tucumán y enseñó su aplicación. Además, ensayó el aparato Faucher para cauterizar lesiones de estómago; hizo conocer el nitrato de plata en la oftalmia, y ensayó el yoduro de potasio en el tratamiento de la sífilis.

Cólera y proyectos

En la epidemia de 1887, como presidente del Tribunal de Medicina de Tucumán, tuvo a su cargo la dirección local de la lucha contra el cólera. Dirigió personalmente uno de los hospitales de emergencia, instalado en el local del Colegio Nacional, hoy sede de la Escuela Sarmiento.

Propuso la creación de una Escuela de Obstetricia en la ciudad, y le obsesionó el proyecto de instalar una “Casa de Salud” en el cerro de San Javier. Con ese fin, buscó accionistas en todo el país: uno de los primeros fue el presidente Nicolás Avellaneda. Pero no había madurado en el público la utilidad de una obra de esa índole, y finalmente todo quedó en los papeles.

Al mismo tiempo, Bruland desarrollaba a través de la prensa –sobre todo en el diario local “El Constitucional”- una activísima tarea de mejoramiento de la nula educación sanitaria de los tucumanos.

Educación sanitaria

A través de artículos frecuentes y escritos con mucha franqueza, luchó incansablemente contra los curanderos. Difundió precisas recomendaciones sobre, por ejemplo, el alcoholismo y sus efectos; proporcionó múltiples pautas para una alimentación sana: la verificación del buen estado de los alimentos y la preparación adecuada de varios de ellos; la ingestión de frutas; el cuidado del agua de bebida; la comida apta para los enfermos. Divulgó prevenciones sobre la calidad de los vinos y del pan que se consumían en la provincia; sobre la ventilación de las casas; sobre la composición del suelo de la provincia Tucumán y su incidencia en la higiene, etcétera.

Bruland fue amigo de Amadeo Jacques, de Martín de Moussy, de Juana Manuela Gorriti, de Paul Groussac y de muchos otros ilustres personajes de su tiempo.

En el segundo y último viaje que hizo a Europa, en 1877, acompañado por su compatriota Máximo Etchecopar, se convirtió en amigo de Juan Bautista Alberdi.

Afectos de Alberdi

Dos años más tarde, ni bien llegado a Buenos Aires, el autor de las “Bases” le escribía: “Tengo el mayor placer de abrazar en usted al amigo que más ha contribuido a mi vuelta a la Patria, haciéndome un bien que no sé cómo agradecerle; hoy sobre todo, que veo confirmado todo cuanto me dijo en París sobre la acogida próxima que yo tenía derecho de esperar de todos los argentinos”.

Durante largos años, Bruland fue Agente Consular de Francia en Tucumán. Renunció en 1892, por su salud quebrantada: lo único que pidió a las autoridades fue conservar, a título de recuerdo, la bandera francesa de la oficina.

En 1883, su país natal le otorgó la Legión de Honor. Se casó dos veces: la primera con una compatriota, María Gasteregui, y tras enviudar, reincidió con una santiagueña, Josefa Lugones, hija del coronel de la Independencia don Lorenzo Lugones. Ella lo dejó nuevamente viudo, en 1892.

La pensión

En 1894, ya con la salud quebrantada, Bruland se anotició de que la Legislatura de Tucumán le había acordado una pensión vitalicia de 400 pesos moneda nacional. En la nota que acompañaba el texto de la ley, el ministro de Gobierno, teniente coronel Lucas Córdoba, le expresó que era “una muestra de reconocimiento a los largos y eficaces servicios prestados a la provincia con verdadero desinterés y cariño”.

Bruland respondió: “Este acto de generosidad me hace exclamar: soy francés alsaciano; no he podido dar mi sangre a mi patria; que me sea permitido hoy dar mi amor a Tucumán”, decía un párrafo. La muerte visitó al distinguido médico el 25 de enero de 1895, a los 77 años. El sacerdote dominico fray Ángel María Boisdron, fue testigo y cronista del trance.

Últimos momentos

“Me hizo llamar –cuenta- y me declaró que quería morir con todos los auxilios de la religión católica, que había sido la de sus padres y la de su juventud, y que era, finalmente, la de preferencia y de su afecto. Tenía entonces la plenitud y goce de sus facultades mentales”.

Agrega Boisdron que “en uno de estos arranques, que eran frecuentes a su corazón entusiasta, me dijo: ‘Antes de recibir los sacramentos, quiero cantar uno de los himnos que canté siendo joven, en el Colegio religioso en que fui educado’. Y con esa voz quebrantada, que la enfermedad y las amenazas de la muerte hacían expresiva y conmovedora, cantó la estrofa eucarística ‘O salutaris hostia’… Después, recibió la Comunión y la Santa Unción, mostrándose fuerte y resignado en el sufrimiento y confiado en la eficacia de mi ministerio para abrirle las puertas del mundo de allá, misterioso, íntimo, pero lleno de esperanzas para el creyente que muere en la confesión de la religión divina de Jesucristo”, terminaba el testimonio del distinguido sacerdote.

Eco elocuente

Toda la prensa del norte argentino y del país, dedicó elogiosas notas necrológicas al doctor Bruland. El gobernador Benjamín Aráoz expresó, entre otros conceptos, que “las intervenciones quirúrgicas que llevó a cabo su diestra mano -de las que se habrían mostrado satisfechos Dupuytren y Nelaton- no han tenido repercusión más extensa, porque las voces de la fama no se dilatan cuando las ondas de propagación son estrechas, como las del ambiente de nuestro modesto escenario”.

Bruland recorriendo a caballo caminos polvorientos para atender un enfermo. Bruland afanándose para divulgar, en los diarios escasos y humildes de su tiempo, las nociones indispensables para la higiene de aldeas que empezaban a ser ciudades. Bruland logrando que sus pacientes sobrevivieran a operaciones increíbles practicadas en condiciones increíbles. En fin, hay mucho material en la vida de este francés tucumanizado, para considerarlo protagonista eminente de la historia social de su tiempo.