La caminata de ida y vuelta por la plaza Independencia, durante los sábados y domingos, fue una costumbre tradicional que cesó bruscamente al empezar los años sesenta.
Actualmente, la plaza Independencia solamente adquiere protagonismo en las grandes manifestaciones populares, sean ellas de júbilo o –más frecuentemente- de protesta, o en los espectáculos. Los actos religiosos la ocupan sólo en parte, y a los patrióticos no suele asistir nadie.
El resto del tiempo es un lugar de paso, con el crucero invadido por la venta ambulante. Pocos son los bancos ocupados. En alguno, intercambia arrumacos una parejita; o un par de amigos conversan aburridos, o un lustrabotas espera esos clientes cada vez más escasos por el avance arrollador de las zapatillas.
Sin embargo, los que han entrado en la década de los setenta años, digamos, pueden recordar la plaza como el ámbito de un paseo tradicional de los tucumanos: una costumbre practicada con fervor, que se cultivó durante aproximadamente un siglo. Los porteños la llamaban, despectivamente, “la vuelta del perro”.
Vueltas y vueltas
Consistía, simplemente, en caminar por la plaza, de ida y de vuelta por uno de sus lados, sin perjuicio de dar también la vuelta entera. Durante la segunda mitad del siglo XIX, tal paseo se cumplía todas las noches; después, se fue circunscribiendo a los sábados y domingos, por la mañana y al atardecer, por encima del frío y del calor. Sólo la lluvia lo cancelaba.
La plaza empezó a ser frecuentada hacia 1860, cuando el gobernador Marcos Paz la convirtió en un verdadero paseo. Delineó sus avenidas, plantó naranjos, puso bancos y otras novedades. La sacó así de su situación colonial de mero espacio abierto, donde hasta pastaban los animales. Estos ya no pudieron ingresar, porque se la rodeó con una cadena amarrada a gruesos postes.
Por la misma época, la flamante Banda de Música empezó a ofrecer conciertos. Se los llamaba “la retreta”, pero el concepto se extendía, en realidad, no sólo a la música sino a la reunión que la entornaba, y que seguía mucho después de concluido el concierto.
Una crónica de “El Orden”, de 1899, testimonia que las viudas “de luto liviano o medio luto”, asistían a la retreta sentadas después de la segunda línea de naranjos, llamada por eso “avenida de las viudas”.
Quiosco de música
Los músicos tocaban en los quioscos que se construyeron al efecto. Al principio había dos, de hierro, redondos, techados con cúpula que remataba en punta y rodeados por elegantes rejas. Uno estaba frente al Cabildo –luego Casa de Gobierno- y otro en el sector que da sobre calle Laprida.
Alguna de esas deplorables remodelaciones dejó en pie sólo este último, que también terminó demolido en 1932. El poeta Ricardo Chirre Danós (“Batilo”) despidió con estrofas nostálgicas a “la retreta/ que hacía remozar tu arquitectura/ y que daba a la plaza Independencia/ momentos de arte y aires de cultura”. El quiosco, decía, “sufrió una cruel dolencia/ y hubo una ‘intervención’ para curarla,/ mas, como todas las intervenciones,/ después de mil remedios y atenciones,/ acabó por matarla”.
En reemplazo del quiosco se erigió una especie de tribuna al aire libre, art déco, cercada por barandas cromadas, con bancos de mármol a la vuelta. Perduraría hasta promediar los años 1960, cuando la arrasó otra remodelación. Todavía una elevación del terreno, metros detrás de la estatua de La Libertad, revela dónde estuvo.
Paul Groussac, en su novela “Fruto vedado” (1882) ambientada en el Tucumán de 1870, describía románticamente el paseo. Empezaba, narra, “a la hora fugitiva del crepúsculo tropical”, con “las calles y bancos llenos de gente”. Caminaban “en grupo alegre las muchachas vestidas con colores vistosos”, en “un andar a la vez ligero y perezoso, en talle y sin gorra, con un jazmín del Cabo picado en la morena cabellera, guiñando de paso y sin disimulo al forastero con sus grandes ojos lánguidamente descarados”. Las familias se instalaban “a lo largo de las aceras, dejando un paso estrecho a los transeúntes que saludaban infaliblemente”.
En 1910, el periodista francés Jules Huret visitó Tucumán y le dedicó largas páginas en su libro de viajes. Hablaba del paseo de la plaza. “En la plaza de La Independencia se conciertan las bodas y, sin embargo los jóvenes no se hablan y las familias se cruzan sin detenerse para conversar. Las declaraciones amorosas y los signos de aquiescencia se leen en los ojos. No repetiré nunca demasiado que los ojos de estas mujeres son muy expresivos”. Agregaba Huret otras secuelas del paseo. “Cuando los enamorados se han comprendido, el joven pasa y vuelve a pasar muchas veces, durante una o dos horas diarias, por delante de la casa de su amada”. Ese “eterno paseo se llama la pasada y esos juegos encantadores tienen un verbo elocuente: afilar”, dice.
Un grato hábito
Yendo a las décadas de 1920 a 1950, los matrimonios y las personas mayores, en general, acudían a la plaza para escuchar a la Banda. Pero la gran mayoría, jóvenes y adultos, iban simplemente a disfrutar del rato. Porque estar allí constituía todo un entretenimiento, superior al que proporcionaban los escasos bares, sitios para “gente grande”.
El paseo era un escenario utilizado puntualmente por tres generaciones. Los abuelos meditaban sobre el cambio de costumbres. Acomodados en los bancos, los matrimonios miraban pasar a sus hijos, a la vez que calibraban a los futuros novios y novias. Y la dorada juventud presumía a toda máquina: miradas, saludos, sonrisas al encontrar los grupos a cada vuelta, hasta que se animaban a acercarse para caminar juntos.
La plaza cobijaba una serie variopinta de sucesos. Quien había regresado tras larga ausencia, acudía inmediatamente allí, con lo cual “todo el mundo” se enteraba de su arribo. En la plaza, uno podía enterarse prácticamente de todo: desde la última novedad política hasta la ropa de moda, o la reunión social que se estaba preparando.
Burlas porteñas
A los porteños, la costumbre siempre les pareció una tontería pueblerina. Una carta publicada en LA GACETA en 1915, sentenciaba: “La cuestión retreta en la plaza, perdónenme, pero sería digno de esa cultísima sociedad el suprimirla. Mil veces preferible sería que tomaran sus coches o autos y dieran un recorrido por las lindas calles de la ciudad, y no estar allí, en la plaza, dando vueltas y vueltas, viendo siempre las mismas caras. Eso es para un simple pueblito de campo o playa veraniega, pero no para todo un Tucumán”…
A pesar de estos reparos, pasaban los años y la gente continuaba fiel al rito de “ir a la plaza”, cuya zona “aristocrática” se localizaba sobre la calle Laprida. Cuando empezaron a abundar los autos, se los estacionaba de punta, mirando al paseo.
Raros incidentes
Seguía la ancestral costumbre de la caminata de adolescentes de ambos sexos con sus amigos, en medio de risas y cuchicheos interrumpidos por los saludos dirigidos al grupo con el que se cruzaban, una y otra vez. Cuando empezó el rugby, sus cultores aparecían trajeados pero con un bolso al hombro, y rengueando un poco: era la forma de divulgar, orgullosos, ante las chicas, que venían del poco exigente entrenamiento de entonces.
La plaza era también una especie de ágora. Los jóvenes universitarios discutían de política con vivacidad, pero nunca se iban a las manos. La tranquilidad sólo se alteraba, al promediar los años 50, por los discursos vociferantes que el mendigo Pacheco lanzaba parado en un banco. O por la furia del vendedor de globos que arremetía contra los chicos si le gritaban “¡Cola i’ cuchi!”. O por alguna broma gruesa, como fue soltar un chanchito que llevaba pintado en el lomo el apellido de cierto rector de la UNT: el pobre animal corría chillando entre las piernas de la gente y, como estaba previamente enjabonado, nadie podía agarrarlo.
Final súbito
Cientos de noviazgos y de posteriores casamientos iniciaron su trámite durante las caminatas por la plaza Independencia, con el telón de fondo de los naranjos y de las piezas que ejecutaba la Banda de Música, pocos metros más allá. La plaza está, así, incorporada a los recuerdos más entrañables de los que dejaron ya hace mucho de ser jóvenes.
Las costumbres son misteriosas. Cierto día terminan su ciclo, bruscamente y sin explicación clara. Al empezar 1962, cuentan los memoriosos, cierto día la gente joven dejó de ir a la plaza. Sin ella, el paseo no tenía sentido, y los adultos también desaparecieron.
Algunos atribuyen la deserción al hecho de que se hizo común, y para todas las edades, el ir “a tomar algo” a los bares, lo que resultaba mucho más cómodo que la interminable caminata. También es posible que el ánimo por imitar a los porteños los llevara a despreciar ese tipo de paseo. Hoy sobrevive, con todo entusiasmo, en algunas ciudades del interior, como Famaillá, no se sabe hasta cuándo.