Los amplios espacios embaldosados, con su ornato de macetas, eran algo común en las viejas casas. Los edificios en altura serían su acta de defunción.
Todos sabemos lo que es un patio: eso que las enciclopedias definen como “espacio cerrado con puertas o galerías, que en las casas u otros edificios se deja al descubierto”. Los libros de historia de la arquitectura han dedicado eruditos capítulos a ese ámbito “antiquísimo y común a la mayoría de los pueblos de la tierra”.
En su libro “San Miguel de Tucumán en la época colonial: 1685-1810”, Liliana Meyer llama al patio la parte “más característica de la vivienda colonial”. A través de ella, “se hizo realidad la intención de sus propietarios de sectorizar los espacios”. Así, “invariablemente, al primer patio se enfrentaban las salas y los aposentos; al segundo, la cocina y demás dependencias donde habitaban los criados”. Se diferenciaban así los mundos sociales que convivían en la misma morada, y de paso, se conseguía iluminación y ventilación para las habitaciones en hilera.
Afirma que “el patio fue reflejo de costumbres y de una manera de vivir tan especial, que configuró la principal tipología de la casa virreinal: la ‘casa de patios’, que se adaptaba a las dimensiones del terreno”.
Dos y hasta tres
Nos interesa echar una ojeada a este venerable patio tucumano, que sin duda se va convirtiendo, y a toda velocidad, en cosa del pasado, dentro de nuestra ciudad capital. Es sabido que las casas de una planta se sustituyen pronto por los edificios en altura. En ellos, cada centímetro cuenta, y hace ver como un inconcebible desperdicio esos metros y metros que se prodigaban antes, embaldosados y adornados por macetas.
Había casas que contenían dos y hasta tres patios con baldosas, más un “fondo” con piso de tierra, que tenía árboles, huerta y un gallinero. En las construcciones más modestas –escribe José Ignacio Aráoz- venía “la tapía sobre la calle, luego patio abierto sin pavimento, con algo de jardín interceptado a medio fondo con dos o tres habitaciones de familia, en fila, con frente a la calle; techo de paja o de teja, Y al fondo, rústicas dependencias: huertos, gallineros, palomares y pesebreras para animales de servicio”.
Para aludir a la persona sin mundo y sin experiencia, un dicho criollo expresaba: “le falta el segundo patio”. Y al confianzudo, se lo solía definir como alguien que “se ha pasado al patio”.
Los más importantes
Así las cosas, creemos de interés un recuento, nostálgico y forzosamente incompleto, de algunos testimonios escritos sobre ese sector fundamental de las viviendas de otros tiempos.
En su “Provincia de Tucumán”, de 1872, Arsenio Granillo resaltaba algunos tipos de patios en las casas más importantes. La de don Felipe Posse (San Martín y Laprida, hoy ex Banco Provincia), mostraba “dos grandes patios, el primero de ellos octógono, rodeados ambos de elegantes galerías con columnas esbeltas”. Tenía “doble galería en la comunicación de los patios y en su entrada principal”.
Sobre la de don Juan Crisóstomo Méndez (25 de Mayo y Mendoza, ochava sudoeste) decía que “el piso de los patios y galerías es de mármol”.
Las mocedades tucumanas de Paul Groussac transcurrieron entre 1871 y 1883. Recordaba que alcanzó a conocer aquí algunos “ejemplares casi intactos del antiguo caserón de fondo entero, levantado a todo costo en tiempos del virrey”, con “su primer patio lleno de plantas, que cuadraban las amplias habitaciones protegidas del sol y la lluvia por altas galerías, en cuyos postes de cedro se enroscaban diamelas y madreselvas”.
Un fresco ambiente
De la misma época, son los coloridos recuerdos del político chileno Carlos Walker Martínez, visitante de Tucumán en 1875 y alojado en la casa de los Frías, sus parientes políticos. En “Páginas de un viaje a través de la América del Sur”, cuenta que la dueña de casa “hacía las tertulia de ordinario en el patio, al aire libre”, por las tardes. Estaban en la temporada cálida, “pero el patio, con sus murallas de jazmines, con su fresco ambiente, con su poético y familiar atractivo, era nuestro hogar favorito”.
Allí, agrega, “venían las numerosas visitas, los innumerables miembros de la familia, los francos amigos que me estrecharon cordialmente la mano, a charlar sobre los asuntos del día, a anudar pláticas agradables; a hacer, en fin, una sociedad entretenidísima”.
Baldosas y sombra
El cuadro era animado. “Desparramadas las sillas en desorden, se llenaba el patio y se formaban diferentes grupos, cada uno con sus gustos, sus inclinaciones, su conversación especial”. Era “un improvisado salón”, sin más “techo ni luces que las estrellas del cielo o los rayos de la luna”.
El gran médico Gregorio Aráoz Alfaro, tucumano nacido en 1870, recuerda, en sus “Crónicas y estampas del pasado”, que “durante las largas siestas de los meses estivales, a pesar de las exhortaciones maternas, los niños procuraban aprovechar, para sus juegos, las huertas arboladas y los grandes patios embaldosados y umbrosos”.
Pablo Rojas Paz, nacido en 1891, narraba que “todo el lujo de mi casa hogareña era un amplio patio sonoro, fresco en el verano y resguardado en el invierno”. Tenía “anchos pilares octogonales”, de los que colgaban “jaulas en que toda la variedad de pájaros se pasaba ensayando al infinito sus cantos”. Eran chalchaleros, zorzales, cardenales, reinamoras.
El patio y la plaza
El escritor tucumano hurgaba en la esencia de ese espacio, en su libro titulado, precisamente, “El patio de la noche”. En la adolescencia, pasaba la tarde reunido con amigos en un banco de la plaza Independencia. Hablaban de sus deseos, de sus sueños, de sus amores, de sus lecturas.
“Embriagado con toda esta emoción de futuro”, Rojas Paz volvía a la casa paterna. Los mayores estaban en el patio, pasándose el mate, “mientras conversaban de todo cuanto enseña la ciencia de la vida”. Él los escuchaba en silencio. Le parecía estar fuera de lugar “entre estos seres pacientes, casi resignados, que estaban de regreso de todo cuanto la vida puede ofrecer de bueno y de malo”.
Comprendería luego que, si en la plaza se discurría sobre proyectos y sobre ilusiones, “en el patio familiar se debatía otra cosa, la narración de la vida, de la cual debía yo extraer la moraleja, cortar del árbol el fruto de la experiencia que la palabra había hecho madurar”.
Lujo de plantas
Un adorno fundamental del patio eran las plantas que desbordaban de las macetas. Ramón Alderete Núñez, nacido en 1919, en sus “Memorias de un chango tucumano” se detiene en este punto, al evocar la niñez en su casa de calle Crisóstomo Álvarez al 800.
Cuenta que ”en el primer patio, y hasta en los dos vestíbulos principales, se ubicaban aquellas plantas que, por su belleza o la singularidad de su especie, llamaban más la atención”. Su progenitor les dedicaba un amoroso cuidado cotidiano. Destacaba “algunas orquídeas obtenidas por mi padre desde Brasil, las hoy vulgares ‘violetas de los Alpes’ –casi desconocidas en el Tucumán de 1928- y la cala colorada, hoy vendida en el comercio de Buenos Aires con un nombre que escapa siempre de mi frágil memoria”. Era un regalo de Juan B. Terán, quien lo había recibido antes, traído de Europa, de Clodomiro Hileret.
Patios cubiertos
En los patios solía estar el aljibe, y a veces se alzaba un árbol. El historiador Bernardo Frías, en una de sus “Tradiciones históricas”, afirma que “los patios de las casas de rango de las ciudades del norte, como serían Salta, Jujuy y Tucumán”, cuando plantaban un árbol en el patio elegían un naranjo, al contrario de las ciudades del sur, que preferían una higuera. Apunta que “aquellos patios coloniales en el norte presentaban toda la elegancia, toda la fisonomía de los patios árabes: para algo habían existido en España setecientos años los moros”.
En algunas casas, el primer patio estaba cubierto por una techumbre de vitrales opacos con dibujos de colores, que filtraban la luz del sol. Así, por ejemplo, la casa de don Alfredo Guzmán (25 de Mayo 194), o la del doctor José Frías Silva (24 de Setiembre 547), para citar sólo dos entre muchas. La casa del doctor Alberto de Soldati (24 de Setiembre 434) tenía un patio cubierto por una estructura colgada de madera con forma de pagoda. Su piso era de grueso vidrio, de modo que de noche se iluminaba con las luces del bar “Germania”, inquilino de la planta baja.
Con tragedia
Incorporados arraigadamente a la vida diaria, fueron forzoso escenario tanto de alegrías como de tristezas. La historia recuerda cierto patio del norte signado por la tragedia, en la calurosa primavera de 1841. Derrotado en la batalla de Famaillá, el general Juan Lavalle partió a Jujuy con los escasos restos de su tropa, y se alojó una noche en una casa de propiedad de Leocadia Zenavilla de Alvarado: estaba deshabitada, porque su último ocupante, Elías Bedoya, había huido precipitadamente a Bolivia.
Por la mañana, enterado de que merodeaba una partida rosista, salió de su cuarto rumbo al fondo, donde estaban los caballos. Pero la partida hizo fuego a través de la puerta de calle y una bala de tercerola acertó al general en la garganta. Lavalle murió instantáneamente, tirado sobre las losas del patio.