Cuando murió el último fraile de La Merced, el Gobierno no autorizó el envío de reemplazantes y se apoderó por ley de la iglesia, convento y demás bienes, en 1848.
Corría el año 1844. Era la época en que mandaba la Confederación Argentina el brigadier Juan Manuel de Rosas, y gobernaba Tucumán el general Celedonio Gutiérrez. La antigua iglesia y convento de la Orden Mercedaria (que ocupaba la vasta superficie donde hoy se alzan la iglesia La Merced, la ex Legislatura y la Escuela Sarmiento), estaba a cargo de un solo sacerdote, el padre Juan Felipe Reto.
Sucedía que los conventos de la Orden estaban bastante despoblados desde tiempos de Bernardino Rivadavia, en todas las ciudades del país. Pero en Tucumán, el caso era especialmente patético, ya que fray Reto, que tenía entonces más de 90 años, era el único mercedario existente. Para sus múltiples tareas, sólo tenía como ayudante un criado, conocido como “Roque de la Merced”.
El 3 de junio de ese año 1844, el sacerdote recibió una intencionada nota del Gobierno. Le decía que “por su edad en extremo avanzada”, era probable que “si llegase a fallecer –lo que Dios no permita- se perdiesen muchos de los intereses pertenecientes al convento, si con tiempo no se toman medidas relativas a asegurarlo”. Le solicitaba, entonces, que le pasara por escrito “una razón detallada y firmada”, que enumerase todos los bienes muebles que tuvieran el convento y el templo. El padre Reto cumplió con el pedido, y el 9 de agosto les elevó un inventario de las imágenes, los bastante deteriorados ornamentos, el mobiliario y la mantelería.
Muere fray Reto
Un año más tarde, moría el padre Reto. Puede verse hoy, en el presbiterio del templo de San Francisco, a la izquierda del altar mayor, una lápida que marca su tumba. Ella informa que era “natural de Tucumán y último vástago de la Orden Mercedaria, religioso y sacerdote modelo, famoso por sus virtudes y venerable por su ancianidad: llorado por todos, descansó en el Señor el 23 de agosto de 1845, a los noventa y dos años de edad”. La leyenda del mármol lleva fecha 1891, y estaba dedicada por su sobrina, doña Juliana Reto.
Tras este fallecimiento, el escribano informó sobre los libros de partidas y los inmuebles mercedarios: la estancia de Santa Rosa, en Leales y, en la ciudad, “la casa esquina con su trastienda y corral, y una pieza que se nominaba La Bodega”, además de la llamada “Chacarita”, predio en la zona donde luego estuvo la estación del Ferrocarril Provincial.
Era poca cosa. La Orden Mercedaria distaba de ser acaudalada, como lo eran la franciscana y la dominica. Así lo comprueba el hecho de que, en el empréstito que se impuso a los conventos en 1831 en proporción a sus bienes, mientras a San Francisco y Santo Domingo les fijaron 4.000 pesos a cada uno, para la Merced se establecieron sólo 2.000, monto para cuyo pago fray Reto debió vender dos propiedades.
Nota sin respuesta
Meses después, el 11 de diciembre, desde Córdoba, el Comendador de la Orden, padre Tissera, envió una nota al gobernador Gutiérrez. Pedía autorización para “proveer de modo posible ese convento de algunos religiosos”, que reemplazaran al padre Reto. Estaba seguro de que Gutiérrez era “verdaderamente adicto a nuestras Santísima Madre de las Mercedes”, y que no permitiría que desaparecieran la iglesia y los religiosos , “que desgraciadamente, por una fatalidad, han apagado sus días sin habérseles podido reemplazar, por circunstancias desgraciadas, que arrastran tras de sí los tiempos de agitación”.
Pero sucedía que el fallecimiento del último y anciano mercedario era, justamente, la ocasión que el Gobierno esperaba. Por eso no envió repuesta alguna a la presentación del Comendador.
Ley de incautación
Dejó pasar tres años y, el 28 de julio de 1848, la Sala de Representantes sancionaba una ley por la cual pasaban al Estado los bienes mercedarios. Consideraba que “ha desaparecido la Comunidad de Padres Mercedarios no sólo en esta provincia sino en la mayor parte de la demás de la Confederación, sin esperanza la más remota de ser reemplazada”. Que “la reversión de los intereses que pertenecían a dicha comunidad, a favor de la provincia de cuya filantropía emanaron, es conforme a la justicia y a la conveniencia del país”. Y, finalmente, que destinar esos bienes “a la educación pública” significará “la inversión más saludable y correspondiente a las exigencias de la provincia”.
La parte dispositiva de la ley tenía cinco artículos. Declaraba “propiedad del Estado el extinguido convento de La Merced” así como “todos los bienes raíces, muebles, semovientes, acciones y derechos” que la comunidad tuviere en la capital y campaña. Se exceptuaban los objetos del culto, que pasarían a la Iglesia Matriz.
Sede de colegios
Todos los bienes se destinaban “exclusivamente a establecer y mantener una casa de estudios en el mismo claustro de La Merced”. El Gobierno quedaba facultado “para vender de estos bienes lo que juzgare necesario y conducente”.
En realidad, habitaciones del convento mercedario habían sido facilitadas varias veces para alojar escuelas primarias. Se sabe que allí funcionó una, entre 1818 y 1821, y que el establecimiento del sistema Lancaster que fundó el gobernador Alejandro Heredia en 1832, también dictaba sus clases en esos ámbitos.
Los mercedarios reclamaron largamente en contra de la arbitraria medida oficial, pero sin éxito alguno. El claustro sería ocupado sucesivamente, años más tarde, por el Colegio San Miguel, que dirigía Amadeo Jacques, y luego por el Colegio Nacional, hasta que edificó su sede propia frente a la plaza Urquiza. Esto en parte, porque en un amplio sector la Legislatura construyó un edificio de dos plantas para su sede.
Sucesivos templos
El historiador mercedario Eudoxio de J. Palacio afirma que el resto de los bienes fue “vendido en público remate, parte a beneficio del convento e iglesia, y parte para la terminación de la obra de la Catedral”.
En cuanto a la iglesia en sí, hubo varias. La inicial sería una choza muy humilde: era la existente en la época de la Batalla de Tucumán, cuando Belgrano puso sus tropas bajo la protección de la Virgen, a la que designó generala y le entregó su bastón. Después, hacia 1830, se inició la construcción de otra, que no llegó a terminarse. Y a fines de los años 1860 se empezó una nueva, que se habilitó recién hacia 1883: la construcción de las torres demoraría varios años más.
Este templo se deterioró con bastante rapidez, al extremo de que, en 1914, razones de seguridad obligaron a su demolición parcial. En 1927, se lo derribó en totalidad. El terreno quedó baldío hasta 1947, cuando la generosidad de don Alfredo Guzmán y su esposa doña Guillermina Leston costeó el templo actual, que se inauguró en 1950.
Última negativa
En una de las tantas reclamaciones que hacían los mercedarios para que se les restituyesen el templo y el convento anexo, el obispo Pablo Padilla y Bárcena, en 1891, les advirtió que la devolución del primero era problemática. El clero tucumano, dijo, se oponía “porque la iglesia no era de los padres mercedarios, porque ellos no la habían construido”. Argumentaba que, al extinguirse la comunidad mercedaria, “la iglesia estaba construida hasta la altura de las bóvedas”.
Los mercedarios regresarían a Tucumán casi un siglo después de la expropiación, para establecerse no ya en el sitio que tuvieron desde la época colonial, sino en la parroquia de San Pedro Nolasco.