Hasta las primeras décadas del siglo XX, la muerte de una persona ponía en marcha un complicado ceremonial.
Entre los hábitos sociales que han sufrido modificaciones muy profundas figuran, en destacado lugar, todos los que se vinculan a ese inevitable suceso que es la muerte de las personas. Actualmente, cuando alguien muere, luego de la ceremonia del velorio (si no se ha dispuesto la cada vez más usual cremación), el féretro es colocado en un furgón.
Rápidamente, este lo conduce al cementerio, seguido por los autos de amigos y familiares. Se lo deposita allí, en un mausoleo, un nicho o, cada vez más frecuentemente, en la tierra, dentro de una excavación. Los familiares reciben, a la salida, el abrazo de los amigos que acudieron a acompañarlos. Después, cada uno sube a su auto, regresa a su casa y la vida continúa.
Los velorios
De la clase media hacia arriba y en la ciudad, las cosas eran muy distintas antes. En primer lugar, no existían las “salas velatorias” de hoy. El velorio, que los diarios denominaban “capilla ardiente”, se efectuaba en la residencia del difunto y en su dormitorio. A veces yacía en la cama, y en otras esta se retiraba para emplazar el féretro, custodiado por grandes candelabros plateados.
Hubo un caso de velorio en efigie, en 1909. El industrial Clodomiro Hileret, dueño del ingenio Santa Ana, falleció durante su viaje a París. En una habitación del “chalet” del ingenio, se colocó sobre un caballete un gran retrato suyo al óleo. En torno al mismo, se dispusieron ramos de flores, a los que se añadían los que iban trayendo los visitantes. Estos permanecían un rato, en compungido silencio, frente al cuadro.
El “Código Social” de Sara Montes, en los años 1920, prescribía que sí el último suspiro se produjo en el lecho, el extinto era amortajado: sí falleció vestido, en cambio, se lo colocaba “tal como está, en el féretro”. El mismo Código mandaba que la persona debía velarse, indefectiblemente, durante 24 horas. A la entrada de la casa estaba una urna, donde los asistentes depositaban las tarjetas con su nombre. También se colocaba otra, con la misma finalidad, en el cementerio.
Las carrozas
En el caso de figuras muy destacadas y populares, el féretro era cargado “a pulso” y a pie hasta el cementerio, y a la entrada le rendía honores el piquete militar. Fue el caso de don Lucas Córdoba, entre algunos otros. Normalmente, el ataúd se llevaba en un carruaje de cuatro ruedas -la “carroza”- tirado por dos, cuatro y a veces seis caballos. El vehículo tenía un aspecto lúgubre, destinado a inspirar respeto y solemnidad.
Su altura estaba casi triplicada por un templete -negro por cierto- con columnas muy ornamentadas, cuyo tope remataba en una cruz. Otros agregados barrocos llevaban los costados y el pescante de la carroza. La tiraban caballos negros, con sus cascos relucientes de pintura. Iban al mando de un cochero con su acompañante, ambos de levita y sombrero de copa negros y guantes blancos. Los seguían carruajes abiertos, que llevaban las coronas de flores, y luego los cerrados, donde iban los familiares muy próximos.
La viuda jamás estaba presente en las exequias. Tanto al velorio como al cementerio, se concurría con ropa oscura: cualquier otro color estaba absolutamente proscripto en los vestidos de las mujeres y las corbatas de los hombres. Especialmente tétrica resultaba, en los entierros de niños, una carroza similar -que algunos pocos contrataban- totalmente blanca y de dimensiones algo menores.
Discursos, crespones
Si el entierro era de una persona más o menos importante, venían los interminables discursos junto al mausoleo, que el público aguantaba heroicamente de pie, a veces bajo el rayo del sol. Podían durar horas y el orador no desdeñaba los ademanes teatrales y los párrafos en latín. Era frecuente que la familia de los altos personajes editara después un libro (conocido como “Corona fúnebre”) que compilaba, para la posteridad, tanto los discursos como las crónicas periodísticas y las esquelas de pésame. Los diarios publicaban, al día siguiente del entierro, una detallada lista de los presentes.
En la puerta de calle de la casa mortuoria (que siempre estaba abierta, pues no existía entonces la “inseguridad”) se colocaban crespones indicadores del duelo, y sus hojas quedaban entornadas durante varios meses. Durante las “nueve noches” que seguían a las exequias, la familia recibía, por las tardes, las visitas de pésame. No hacerlas significaba un acto inamistoso, difícil de perdonar.
Luto riguroso
Tan desaparecida como las carrozas, los crespones y las visitas, es la costumbre de luto, que nadie hubiera osado desafiar entonces. En el Código constan las normas. Por los padres, correspondía guardar 2 años de “luto riguroso”; por los esposos, “siendo jóvenes”, 2 años, y “siendo de cierta edad, toda la vida” (¡). Correspondían también 2 años por los hijos. Por abuelos y hermanos, 1 año; por tíos, tíos abuelos y primos, 3 meses.
Los caballeros se colocaban brazalete y corbata negros. Retomaban su actividad “en un término prudente, pero sin concurrir a reuniones y fiestas hasta que se quiten el luto”. En cuanto a las damas, no reiniciaban la vida social “hasta pasado el plazo del luto riguroso”.
El luto era implacable. Una muerte en la familia significaba, vimos, un largo tiempo en cuyo transcurso las mujeres no podían salir de la casa más que para ir a misa -muy temprano- y vestir ropa, medias y zapatos absolutamente negros. El estado de luto también se expresaba en los papeles de cartas y en las tarjetas de los enlutados. Llevaban una orla negra, que era muy gruesa los primeros meses y después se iba adelgazando, hasta desaparecer. Un año después del fallecimiento se realizaba el funeral “de cabo de año”, al que se invitaba por esquelas impresas y repartidas a domicilio.
Todas de negro
La tradición está llena de historias de jovencitas que quedaron solteras, ya que fueron envejeciendo de luto en luto. Porque era frecuente que, ni bien concluido un período de duelo, sucediera otra muerte en la familia, y con ella el comienzo de una nueva etapa enlutada, que muchas veces hacía perder, a las niñas casaderas, la posibilidad de que se les acercara un galán.
Era de rigor en las viudas, durante el duelo, un sombrero especial, caracterizado por el largo crespón que colgaba de uno de los costados. Firmes preceptos reglamentaban cómo ir acortando la longitud de ese apéndice (la “cola”, le decían) a medida que iba pasando el tiempo, y en qué momento se lo debía suprimir.
Igualmente complicada era la ropa femenina para salir del luto, cumplido su término. Consistía en algo paulatino, que empezaba con el “medio luto”, que permitía en la ropa la combinación de blanco y negro, o el lila, hasta el ingreso en la normalidad. El “medio luto”, en el Tucumán de fines del XIX, permitía a las damas ir a la retreta de la plaza Independencia: pero sólo para sentarse en los bancos ubicados en segunda fila, junto al césped, nunca en los otros.