En 1880, Nicolás Avellaneda venció la revolución porteñista y solucionó la cuestión de la Capital de la República.
Pocos presidentes argentinos se encontraron en una situación más difícil que la que rodeaba al tucumano Nicolás Avellaneda al iniciarse 1880, último año de su borrascoso mandato. Había asumido en 1874 en medio de una revolución armada, y soportó después toda clase de dificultades: la gravísima crisis económica, las turbulencias y alzamientos en varias provincias, el fracaso de su política de “conciliación”, para citar solamente algunas calamidades.
Ahora, estaba ante una cuestión sumamente riesgosa. El gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor, lo consideraba un “huésped” en la ciudad porteña, porque no se había resuelto aún el problema de ubicación de la Capital de la República. Además -lo que no era menos grave- Tejedor se presentaba como candidato a la presidencia de la Nación (acompañado por Saturnino Laspiur como vice), y afirmaba que la fórmula Julio Argentino Roca-Francisco B. Madero, que apoyaba Avellaneda, era ilegítima desde el vamos, porque el oficialismo usaba recursos inaceptables para imponerla a las provincias.
Aprestos y comicios
Sucedía que Tejedor no solamente hablaba, sino que tomaba medidas por demás inquietantes. Iba armando todo un ejército para sostener sus propósitos. A pesar de que Avellaneda, a cada rato, lo intimaba a terminar con esos aprestos bélicos, el gobernador iba aumentando día a día el número y armamento de la tropa provincial, los “rifleros”. La ciudad parecía militarizada y, como no era Capital, el Presidente permanecía, acorralado por la hostilidad del entorno, en la Casa Rosada.
El tucumano, como era su tendencia natural, desplegaba incesantes gestiones para lograr un diálogo efectivo con el gobernador. Pero Tejedor no aceptaba ningún arreglo, si Roca no se apartaba previamente de la escena: trató, inclusive, de convencer a este de que renunciara a la nominación.
Entre tales alternativas, se realizaron las elecciones presidenciales, el 11 de abril. El triunfo completo correspondió a los candidatos del gobierno. Con excepción de Buenos Aires y Corrientes, el país votó por Roca, quien obtuvo 155 electores, frente a los apenas 70 que logró Tejedor. En las vicepresidencias, Madero tuvo 151 electores, contra los 70 de Laspiur.
Avellaneda se va
Días más tarde, Tejedor afirmaría claramente que “la solución de la cuestión presidencial no será impuesta por la fuerza al pueblo de Buenos Aires”. Y el 1 de junio, reforzó sustancialmente el armamento de sus rifleros, desembarcando 5.000 fusiles y 500.000 cartuchos traídos de Montevideo. Ante ese hecho, Avellaneda consideró que ya no había lugar para avenimiento de ninguna especie. Al caer la tarde, subió a un coche acompañado por su ministro de Guerra y Marina, Carlos Pellegrini, y marcharon rumbo a la Chacarita de los Colegiales. Allí estaba acampado el regimiento 1 de Caballería, al mando del coronel Manuel Campos.
Llegaron de noche al cuartel. Sorprendido, el jefe salió a recibirlo. “Coronel, el presidente de la República viene a pedirle a usted hospitalidad”, dijo Avellaneda. Sin titubear, Campos respondió: “Señor, el presidente de la República no pide hospitalidad en ningún punto del territorio argentino, y mucho menos en uno de los cuarteles del Ejército Nacional. Puede usted dar las órdenes, que aquí estamos todos para cumplirlas”.
Belgrano, Capital
Al día siguiente, Avellaneda se instalaba en el pueblo de Belgrano, cercano al cuartel. Pronto se le unieron el gabinete y los regimientos 1 y 11 de Infantería. El presidente lanzó una proclama para información del país. Expresaba que “el gobernador de Buenos Aires se ha alzado abiertamente en armas contra las leyes de la Nación y los poderes públicos”. Ante eso, declaraba: “voy a mover los hombres y las armas de la Nación, a fin de hacer cumplir y respetar sus leyes, después de haber empleado pública y privadamente cuanto esfuerzo estuvo a mi alcance para pacificar los espíritus”. Terminaba diciendo que “no volveré a la ciudad de Buenos Aires, mientras permanezca en pie la insurrección armada que dirige el gobernador de esta provincia”.
El 4, Avellaneda designó a Belgrano “capital provisoria de las autoridades de la Nación”, mientras durase “el estado de insurrección”. Ese mismo día, gran parte de los diputados se trasladaron a Belgrano, y pocos días después llegaría el Senado en corporación. A todo esto, Tejedor, con toda falsedad, negó estar en rebeldía, a la vez que restaba importancia el desembarco de armas. Pero, por “motivos de seguridad”, ocupó la Casa Rosada, incautó dos carros de municiones del Ejército y movilizó la Guardia Nacional en la ciudad y en la campaña.
Vienen tropas
Avellaneda replicó con un decreto que fulminaba como rebeldes a los que obedecieran tales providencias. Cerró los puertos de Buenos Aires y de Ensenada, y mandó que se presentaran en Belgrano “todos los generales, jefes y oficiales de la Nación”. Quien no cumpliera, sería excluido de la lista militar, y el que se pusiera a órdenes de Tejedor, sería sometido a Consejo de Guerra.
Además, por medio del telégrafo, convocó a todas las fuerzas de línea y a los guardias nacionales. Así, empezaron a llegar a Buenos Aires los regimientos de Rosario y de Córdoba, y desde Carhué avanzaron los que comandaban Nicolás Levalle y Napoleón Uriburu. Reinaba un impresionante entusiasmo en el interior, y los trenes no alcanzaban para embarcar tanta tropa. El general Roca aseguraba, en carta a Dardo Rocha, que en pocos días más habría 50.000 soldados para defender al gobierno constitucional.
Batallas y sangre
Largo sería describir los choques militares, que se iniciaron el 12 de junio en Olivera y culminaron el 21 en las sangrientas batallas de Puente Alsina y de Los Corrales. Al caer la noche del 21, apunta Natalio Botana que “a la batalla sucedió el silencio de las víctimas: 2.500 a 3.000 caídos, entre muertos y heridos, según los dramáticos testigos de la hora; 1.500 a 2.000, según otras observaciones”. Era un cuadro por demás doloroso, el que “reflejaba la batalla más sangrienta de cuantas se libraron en nuestras guerras civiles”.
Apuradas gestiones de representantes diplomáticos de Estados Unidos, Alemania, Perú y Paraguay, además del nuncio Luis Matera, lograron que Avellaneda suspendiera las hostilidades del 22 al 23. A todo esto, Tejedor había nombrado comandante en jefe al general Bartolomé Mitre quien, a pesar de su simpatía por el movimiento, no había querido participar. Pero aceptó el encargo. Pasó revista a las tropas de Tejedor, calculó lo que ocurriría con los miles de soldados que iban llegando del interior y emitió un consejo muy realista: no había más remedio que rendirse.
La rendición
Tejedor digirió el trago amargo, y envió a Mitre a Belgrano, para establecer las condiciones. Allí, el ministro Pellegrini se las enumeró claramente: renuncia inmediata; pleno acatamiento al presidente y los poderes nacionales; desarme de los rifleros y entrega de sus armas. Tras varias reuniones sucesivas con el vicegobernador porteño, José María Moreno, se llegó a un acuerdo.
El 30 de junio, renunció Tejedor a su cargo. Como hubo lentitud en el desarme y movimientos belicosos en Corrientes, resolvió Avellaneda intervenir esa provincia y declararla en estado de sitio, que extendió a Entre Ríos y Santa Fe. Largo sería reseñar otros problemas de envergadura. Tales, la embestida del Senado contra el presidente, por no haberlo consultado en las condiciones de la rendición; o la renuncia de Avellaneda -rechazada por unanimidad- al sentirse desautorizado en algunos puntos de la negociación con Moreno, por ejemplo.
La ley Capital
El 24 de agosto, Avellaneda elevó al Senado el proyecto que declaraba Capital de la República a la ciudad de Buenos Aires. La ley fue sancionada el 20 de septiembre de 1880. Ese día, Avellaneda dejó Belgrano y regresó a la Casa Rosada. “Los trámites para el traspaso definitivo de la jurisdicción provincial a la nacional” privaron a Avellaneda de “la satisfacción material de colocar su firma al pie del decreto de promulgación de la ley que lo reconoce como su campeón ante la historia”, escribe Bucich Escobar.
La promulgaría Julio Argentino Roca, a los pocos días de recibir, de manos de Avellaneda, el bastón del mando presidencial. En esa ceremonia (12 de octubre) el ilustre mandatario saliente expresó: “los tiempos han sido tormentosos, y bajo su ruda influencia he podido a veces preguntarme si habría debido ambicionar o aceptar el gobierno. Pero nunca me he arrepentido de haberlo ejercido con equidad constante y con benevolencia casi infatigable”.