Al contrario de sus contemporáneos, Nicolás Avellaneda esquivaba la lente de los fotógrafos.
La fotografía llegó a Buenos Aires en 1843. Ya estaba muy difundida en la época en que Nicolás Avellaneda (1836-1885) empezó su actuación. Dos cosas llaman la atención: la escasez de sus retratos fotográficos (al contrario de los de sus contemporáneos), y el hecho de que no se conozcan imágenes en grupo que lo registren.
Nunca he podido encontrar -a pesar de empeñosas búsquedas- fotografía alguna donde Avellaneda aparezca junto a otra persona. Siempre está solo. No hay registro conocido de un acto público en el que aparezca con gente a su alrededor. Me atrevo a conjeturar que el presidente tucumano no quería que su baja estatura (que buscaba paliar utilizando zapatos con altos tacones) quedara subrayada por la comparación.
En las líneas que siguen, intentaremos un registro cronológico de las fotos que existen de Avellaneda (incluyendo un dibujo), sin descartar que pueda haber unas pocas más. La exactitud de su orden es bastante relativa. No se ignora que las fotos (sean antiguas o modernas) tienen por lo general el problema de que no están datadas. Esto obliga a conjeturar la fecha aproximada en que se las tomó, acudiendo a otras fuentes o a algunos de sus detalles.
Retrato físico
¿Cómo era, físicamente, el gran estadista tucumano? En 1871, Paul Groussac se entrevistó con Avellaneda. En Los que pasaban, dejaría el más completo retrato físico del entonces ministro. Decía que, a sus 33 años, la baja estatura y endeblez física de Avellaneda “eran proverbiales entre estos porteños que, por lo regular, blasonan de gentil apostura y gallardía: de ahí los motes populares de ‘chingolo’, ‘taquito’, etcétera, con que sus mismos amigos, y sin intención denigrante, le designaban”.
Pero -sigue- “todo lo que él aparentaba de cansancio o falta de vigor en su delgada persona y andar inseguro (casi de puntillas por lo exagerado de los tacones) lo compensaba la vivaz y expresiva fisonomía, embellecida, a pesar de la cetrina palidez criolla y la profusa barba de corte asirio (más tarde felizmente cercenada) por la noble frente pensadora, que ensanchaba un principio de calvicie, raleando la negra y ensortijada cabellera; sobre todo, por el brillo y extraordinaria agudez de la mirada que irradiaban aquellos ojos tucumanos, como relámpagos rajando la nube oscura”.
Sobre la voz de Avellaneda, dice Groussac que “de timbre un tanto agudo en la conversación, no carecía, al esforzarse, de alcance y vibración oratoria”. Hablaba de un modo “notablemente preciso y fácil”, que “expresaba el pensamiento con propiedad y eficacia perfecta”, aunque algo la deslucía “una pronunciación cadenciosa”. Apunta también que tenía un cloqueo, un ¿uh? al fin de la frase.
Hacia la cumbre
La imagen que creo más antigua de Nicolás Avellaneda (FOTO 1), pienso que data de sus años universitarios, o muy poco después. Es la única con sombrero. Todavía no tiene la gran barba y el rostro es juvenil. Calza esos pantalones acampanados en la base, que eran moda en los años 1850. Viste una levita ribeteada con un vivo de seda, detalle que por lo general conservará en sus chaquetas.
Según Efraín U. Bischoff, fue retratado en Córdoba en 1873, cuando viajó a esa ciudad para animar la campaña presidencial. Son dos tomas, captadas por el fotógrafo E.C. Corrége, en la misma sesión de pose.
En una aparece con la mano izquierda dentro de la levita. En la otra, de mucho mejor foco (FOTO 2) deja caer la izquierda al costado, mientras la derecha sigue apoyada en el respaldo del sillón. Está bastante delgado y hasta parece alto. Tiene una mirada despierta y algo inquisitiva. Viste levita negra y pantalón claro con vivos en la costura lateral. El cuello se ajusta apenas con un moño. Sus escasos retratos muestran que nunca usó cuello duro (salvo en el frac), ni corbata, ni plastrón.
En otra fotografía, que puede datarse un tiempo después (FOTO 3), tiene cuerpo y rostro algo más llenos. Lleva el moño de siempre y la levita con un vivo de seda. Irradia tranquilidad, como si estuviera seguro de la victoria electoral.
La presidencia
Para mí, el mejor retrato (FOTO 4) es el que lo muestra de medio cuerpo en la plenitud de su vida, cuando empezaba su veloz carrera política hacia la cumbre del poder.
Avellaneda asumió la primera magistratura el 12 de octubre de 1874. No conozco fotos suyas con la banda presidencial.
Pero hay un par de imágenes de estudio que, casi con seguridad, son de esa época. En una (FOTO 5) aparece llevando un bastón en el que no se apoya, y mira a la cámara con una mezcla de firmeza y de alarmada preocupación.
En la otra (FOTO 6), tomada en la misma ocasión -como lo revela el atrezzo del estudio- ha dejado el bastón y aferra un libro. Es para mí una de las más sugestivas. Los ojos parecen estar mirando sin ver: como si pensara en otra cosa y rogara interiormente al fotógrafo que termine su tarea de una vez. Leopoldo Díaz testimonia que “una expresión de dolor contenido daba a su semblante sello característico, y esparcía sobre su frente una como ligera sombra”.
Los caricaturistas de los periódicos de la época, sobre todo de El Mosquito y Don Quijote, se hicieron una fiesta de varios años con Nicolás Avellaneda. La gran barba, la baja estatura, los altos tacones, fueron satirizados hasta el cansancio.
La gran barba se va
Pero alguna vez, la caricatura fue sólo del cuerpo y no del rostro. Eso otorga notorio valor iconográfico al dibujo de Henri Stein (FOTO 7), en el álbum de El Mosquito para 1879. No sólo es la única imagen de perfil que conocemos de Avellaneda, ejecutada en su época, sino que el dibujante la trabajó con especial cuidado.
Muy difundida, hay una imagen tomada muy de cerca (FOTO 8) que, en los ojos cansados, creo traduce la fatiga que abatía al presidente Avellaneda, sumada al avance de la enfermedad renal crónica, en los últimos años de su gestión.
Poco después de dejar la presidencia, Avellaneda abandonó esa ancha y tupida barba “de corte asirio”. Siguió usando el pelo bastante largo (que cada vez raleaba más en la frente), pero el ancho apéndice piloso fue recortado y reducido a una larga pera (FOTO 9). Igual se lo ve en el grabado que ilustra el primer tomo de sus póstumos “Escritos y discursos”; o en el retrato que se estampó en 1884 en los billetes de banco; o en el medallón del mausoleo que diseñó para sus restos el escultor Felix-Jules Coutan.
Los finales
Mariano Escalada recuerda que uno de los hábitos de Avellaneda era pasarse la mano por sus mejillas. Lo veía atravesar la Plaza de la Victoria “con su paso diminuto y sostenido por sus altos taquitos”. Caminaba, agrega Escalada, “con visible esfuerzo, pero su aire era noble y mesurado”. Según Celestino Pera, “marchaba lentamente, mirando al suelo y peinando suavemente, entre el pulgar y el índice, la pera ensortijada”. Cuenta Leopoldo Díaz que, al hablar, “imprimía a su busto un balanceo que le era característico”.
Realizó una última visita a la provincia natal, en junio de 1885. Buscaba, inútilmente, algún alivio para su irreversible enfermedad. Luego se sintió algo mejor y pasó a Rosario de la Frontera. Pero pronto comprendió que lo había ilusionado una falsa esperanza.
Entusiasmado, días antes había enviado una fotografía (FOTO 10) a la esposa del ex gobernador Tiburcio Padilla, médico que lo atendía. En el reverso, se lee: A la señora Clemencia F. de Padilla. Tucumán, agosto 20 / 1885. Después de haberme vuelto a la salud por los cuidados de su marido. Creo que esa es, sin duda, la última fotografía de Nicolás Avellaneda, tomada por Chute y Brooks, de la calle Florida.
Como se sabe, falleció al regreso de un inútil viaje de curación a Europa, tres meses más tarde, el 25 de noviembre de 1885.