El inolvidable lourdista que luchó en la Guerra del 14 y enseñó largos años en Tucumán
Cuando venía abstraído leyendo LA GACETA por la calzada, caminando velozmente y en dirección contraria al tránsito, los automovilistas lo esquivaban, por la calle 25 de Mayo. Iba o venía del Colegio Sagrado Corazón, donde vivió y enseñó largos años.
Es que el sacerdote lourdista Marcelino Fontán era una figura legendaria de esta ciudad. Las anécdotas de su vida y de su carácter eran algo que los ex alumnos del Sagrado repetían de generación en generación. Ellas podrían llenar tranquilamente un libro.
Fontán conocía a Tucumán y a su gente como la palma de su mano. Francés de los Altos Pirineos, nacido en 1881, entró a los Misioneros de la Inmaculada Concepción -nombre oficial de la congregación lourdista- en el seminario de esa orden, en Garaison.
Pero lo ordenó sacerdote en la Catedral de Tucumán, en 1906, el obispo diocesano Pablo Padilla y Bárcena, cuando ya integraba el primer plantel de sacerdotes que instalaron el Colegio lourdista, en 1900. En la misma ceremonia se ordenaron también los padres Ducasse, Péré, Cazes y Santagnes.
En la guerra
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, en 1914, Fontán, a pesar de estar eximido legalmente del servicio militar, se embarcó rumbo a su patria para servir como voluntario en la primera línea del tremendo conflicto.
Estuvo en las más sangrientas batallas, entre ellas la terrible de Verdun, que duró cuatro meses. Además las de Argonne, Le Champagne, Mont-Rouge, entre otras. LA GACETA publicaba periódicamente sus “Cartas de las trincheras”, enviadas desde el frente, vívido testimonio de los horrores que le tocaba enfrentar. Por ejemplo, en julio de 1915, desde las trincheras de Beausejour, decía: “si estoy con vida todavía, es únicamente a un milagro que lo debo: la guerra ya no es guerra, es el infierno del Dante”.
En otro párrafo apuntaba: “tengo los tímpanos perforados y una infinidad de salpicaduras de bombas: más de cincuenta en las manos, dos en el brazo izquierdo, dos en el muslo, tres en la espalda, que me hacen sufrir bastante”. Narraba la pesadilla de los obuses que estallaban a su lado y de los compañeros que veía morir a cada instante.
15 medallas
No fue, de manera alguna, un combatiente común. En efecto, el soldado-sacerdote Marcelino Fontán tuvo un comportamiento realmente heroico. Recibió un total de 15 medallas por sus reiterados actos de valor en la contienda, incluyendo 8 citaciones de la Cruz de Guerra de Francia, la medalla de Verdún y las condecoraciones militares de Gran Bretaña e Italia, aparte de las insignias de Caballero de la Legión de Honor, por ejemplo.
El 8 de noviembre de 1919 Fontán regresó del frente, con los padres Pablo Pragnere y Raimundo Ducasse. Según la crónica de LA GACETA, Tucumán les brindó una apoteótica recepción. Al arribar el tren que los conducía, en “verdadera avalancha” la gente se precipitaba a estrechar la manos o abrazar a los sacerdotes. Sus bodas de oro sacerdotales, en 1956, constituyeron todo un acontecimiento.
En 1959, el gobierno del general De Gaulle lo ascendió a Oficial de la Legión de Honor. El propio embajador de Francia en la Argentina, conde Armand du Blanquet du Chayla, vino a Tucumán para imponerle las respectivas insignias, en una multitudinaria ceremonia realizada en el patio de su Colegio, el 15 de mayo de 1959.
Emotivo acto
En su discurso, el diplomático exaltó los méritos del padre Fontán. Expresó, por ejemplo, que “el 14 de octubre de 1916, fríamente ha expuesto su vida en condiciones particularmente peligrosas, para retirar del embudo de una mina, a 30 metros del enemigo, a dos compañeros víctimas de una explosión, corriendo el riesgo de quedar ahogado por los gases o alcanzado por la metralla”. Añadió que “su valentía y su generosidad han causado la admiración del regimiento: siempre listo para afrontar el peligro o salvar a un compañero”.
A cada mención del embajador, Fontán hacía un gesto risueño, como restando importancia a las hazañas que aquel narraba. Pero su emoción fue visible en el momento en que, a los acordes de “La Marsellesa”, el conde prendió a su pecho la condecoración. Erguido y en posición de firmes, alzó el brazo derecho e hizo con energía el saludo militar, en medio de aplausos tan atronadores como conmovidos.
Todo un maestro
Durante largos años, su congregación lo destinó a Buenos Aires. Allí fue rector del colegio lourdista San Miguel y animoso secretario del Comité Franco-Suizo-Belga del Congreso Eucarístico Internacional. Pero a una buena parte de su vida la pasó en Tucumán, enseñando en el Colegio Sagrado Corazón y asesorando, con su característico brío, asociaciones como las Conferencias Vicentinas, las Madres Cristianas y la Pia Unión de Santa Teresita, de la que era ferviente devoto. Era activo dirigente del Club Argentinos del Norte -solía rezar en medio de los partidos- y figura popularísima en las canchas de futbol de la ciudad.
El padre lourdista Jean-Marie Tapie decía que Fontán era esencialmente un maestro, y que “nada lo cautivaba tanto como dar una clase”. Pero, a su juicio, cargaba también “una intranquilidad interior”, que era consecuencia de la guerra. “No cualquier humano, y mucho menos un ser sensible como él, puede borrar de su mente tanto horror, tanta muerte, tanto llanto. Es evidente que aquellos momentos se le fijaron para siempre y deben haber vuelto, cientos de noches, a acosarlo en sueños”.
Querido por todos
Sólo con contados amigos aceptaba hablar de los años de guerra. Pero narró muchos pasajes a Tapie. Este contaba que “nunca le escuché una palabra de rencor”. Le parecía que el corazón de Fontán “tenía algo de épico. Admiraba a los grandes hombres, a los que hacen la historia. Napoleón era para él un genio fulgurante, superlativo. San Martín lo conmovía por su grandeza moral, por su desinterés. Tenía, en suma, veneración por el temple”.
Enseñó a varias generaciones de tucumanos y fue venerado por alumnos y ex alumnos, que admiraban sus extravagancias, su conversación pespunteada por gesticulaciones y carcajadas, su sentido del humor, su espíritu profundamente generoso de sacerdote y de maestro. Su concepto de la religión era tan viril como su vida. “Andar besuqueando santos es cosas de viejas”, solía decir a sus alumnos. “La religión es cumplir fielmente con el deber que cada uno tiene: sean buenos alumnos, buenos hijos, buenos maridos y buenos padres. Eso lo que quiere Dios”.
El padre Marcelino Fontán murió el 17 de mayo de 1964, a los 83 años, en Buenos Aires. Lo lloraron muchos tucumanos, de las más diversas edades.