En 1909 acordó ejecutar el Monumento a la Bandera de Rosario, pero el contrato le fue rescindido en 1923.
Una gran mayoría de los argentinos ha podido conocer y admirar el Monumento Nacional a la Bandera, inaugurado en Rosario en 1957. Sin embargo, pocos conocen que la erección de ese imponente conjunto escultórico representó, en los hechos, un injusto revés oficial contra la escultora Lola Mora. Vale la pena narrar lo sustancial de la historia. La expusimos en detalle hace ya varios años, con Celia Terán, en nuestro libro biográfico sobre la artista tucumana.
El asunto empezó en 1903. Una comisión especial –dependiente de la Comisión Nacional del Centenario-, quedó encargada de proyectar un Monumento a la Bandera. La escultora Lola Mora le presentó el correspondiente boceto, al que se sugirieron algunas modificaciones que ella aceptó.
Entonces, el 27 de mayo de 1909, se firmó con Lola Mora el contrato respectivo. Establecía que debía ejecutarse “de acuerdo con las leyes del arte y de conformidad con el proyecto presentado”, cuyas fotografías se agregaban al contrato.
Pago en cuotas
El monumento tendría 18 metros de altura total, levantado sobre un plano de 15 metros de lado. Lola Mora tenía estipulado un plazo de dos años para ejecutarlo, ya que antes del 9 de julio de 1911 debía colocar la obra en Rosario, “salvo caso fortuito, fuerza mayor o huelga”. Se pactó un jugoso honorario, de 152 mil pesos moneda nacional, pagaderos en cinco cuotas iguales. La primera sería satisfecha al firmar el convenio, y la última cuando el monumento estuviera recibido y emplazado en su sitio.
En ese momento, la escultora empezó a verse envuelta en problemas. Tuvo que encarar el monumento a Nicolás Avellaneda, lo que la envolvió en graves dificultades (que incluyeron un pleito) generadas por defectos en el mármol que adquirió en Roma y por incumplimiento de los operarios. Y ocurrió que el pago de la segunda cuota empezó también a hacerse complicado, cuando un miembro de la Comisión Nacional logró que se sugirieran modificaciones al boceto. Lola Mora se negó terminantemente a aceptarlas.
Siempre, examen
La tercera cuota significó asimismo una retahíla de inconvenientes. Se enfrentaron Lola Mora y el director general de Arquitectura de Rosario, y el conflicto terminó con la firma de un compromiso, donde el presidente de la Academia de Bellas Artes de Italia, Ettore Ferrari, quedaba instituido como árbitro. En pocas palabras, a pesar de sus éxitos, iniciados con la Fuente de las Nereidas y las grandes obras tucumanas (Alberdi, la Libertad, los relieves de la Casa Histórica), curiosamente la escultora debía seguir rindiendo examen, ya que su capacidad artística se ponía a cada rato en tela de juicio.
El Monumento a la Bandera tenía una concepción ambiciosa. Se desplegaba como un elaborado pedestal, en cuya cúspide una figura enarbolaba la enseña nacional. A ella se accedía por una gradería de diversos niveles. En la zona inferior, la temática era de carácter histórico: Belgrano presentaba la bandera al canónigo Gorriti y éste la bendecía, rodeado por soldados y por el pueblo.
Críticas
En otra cara, se desarrollaba un combate, donde una figura femenina guiaba las fuerzas patriotas a la victoria. Hacia atrás del monumento, otra escena bélica culminaba con la aclamación de la bandera, por parte del pueblo y del ejército.
En la zona intermedia, resaltaba una figura femenina –“La Libertad”- que, en actitud de arenga, salía de una suerte de templete y se inclinaba para romper las cadenas. Finalmente, la alegoría del remate –“El Espíritu de la Patria”- se personificaba en un ángel que, con alas desplegadas, sostenía la enseña nacional y la presentaba al mundo.
Ni bien se difundieron fotografías del boceto, la prestigiosa revista “Atlántida”, de David Peña, le asestó una crítica. Aunque hallaba feliz la combinación de los grupos, no pensaba lo mismo sobre los símbolos y sobre la parte arquitectónica. Opinaba que aunque las figuras de la base aparecían “movidas y no exentas de belleza”, no ocurría lo mismo con el tramo inmediato: “no hay unidad en el concepto, ni hay verdad ni propiedad en el conjunto”. El crítico deploraba la inexistencia de una “traducción de los vuelos patrióticos y poéticos” de Sarmiento, de Avellaneda o de Andrade.
Dramas personales
Entretanto, caían sobre las espaldas de Lola Mora golpes muy fuertes. Su matrimonio otoñal con Luis Hernández Otero había fracasado, y las deudas contraídas a causa de encargos oficiales impagos le habían obligado a vender su palacete de Roma. Así, regresó alicaída a Buenos Aires a fines de 1915, pensando que el Monumento a la Bandera podría ser su tabla de salvación.
Los cajones que contenían las figuras modeladas en mármol ya estaban en Rosario. Pero, como la Comisión no terminaba de disponer que el monumento se armara –a pesar de las insistentes gestiones de Lola Mora- los embalajes permanecieron cerrados durante ocho años, nada menos. Era un término demasiado prolongado.
En 1923, finalmente, los cajones fueron abiertos. Sueltas (es decir perjudicando su coherencia y perspectiva), las piezas se desplegaron en la plaza Belgrano de Rosario. En sus inmediaciones estaba previsto el emplazamiento, ya modificada, por decreto municipal y de acuerdo con Lola Mora, la ubicación primitiva.
La apertura de los cajones coincidió con una demanda que la embajada argentina en Roma inició contra la escultora, afirmando que se negaba a entregar cuatro figuras más para el dichoso monumento. Lola Mora aseguraba que el gobierno no se las había pagado, y la embajada sostenía lo contrario.
La rescisión
La polémica culminó cuando la Comisión Municipal de Bellas Artes resolvió que el monumento no merecía ser emplazado. Entre otros agravios gratuitos a la autora, afirmaba que las figuras “no fueron ejecutadas por artistas sino por oficiales marmoleros”. En suma, el presidente Marcelo T. de Alvear dictó, el 20 de septiembre de 1925, un decreto por el cual rescindía el contrato con Lola Mora, “por pedido expreso de la Comisión Popular Pro Erección del Monumento a la Bandera”.
Todo este proceso encerraba una gran injusticia. Desde que en 1909 se aprobaron los bocetos, hasta promediar los años 20, se había registrado “la máxima revolución de la historia del arte: la ruptura con los cánones realistas y la introducción del arte abstracto”. Así, exponer el monumento “a la luz, desarmado, incompleto, a tres lustros de concebido y cuando toda esa forma artística se consideraba perimida, era realmente una afrenta y una manera de pulverizarlo”.
La nueva comisión, en 1927, llamó a un nuevo concurso de proyectos. El llamado fracasó y pasarían nueve años hasta que se integró una cuarta comisión. En 1942, tras el concurso de maquetas, el monumento se adjudicó a los arquitectos Ángel Guido y Alejandro Bustillo, y los escultores José Fioravanti y Alfredo Bigatti.
Después
Por cierto que el nuevo diseño nada tenía que ver con el de Lola Mora: “ya imperaba, en todo su esplendor, la variante constructivista, que respondía a mandatos más actualizados con el arte vigente en esos momentos en el mundo”. Se inauguró el 20 de junio de 1957, tras innumerables postergaciones, 59 años después de colocada la piedra fundamental y 21 años después de la muerte de Lola Mora. Como anécdota, apuntemos que mucho después, la viuda de Fioravanti donó, al Museo “Timoteo Navarro” de Tucumán, el original en yeso de una de las figuras de aquel conjunto modeladas por su marido: el “Río Paraná”.
En cuanto a los mármoles, quedaron abandonados y se modificó su ubicación varias veces. Hace pocos años, se las distribuyó de una manera más digna. Después del fracaso del monumento, Lola Mora abandonó definitivamente la escultura. Se dedicaría a otras empresas (el cine, la búsqueda de petróleo) que terminaron con el dinero que le quedaba y que arruinaron definitivamente su salud.