Hace un siglo murió el doctor Francisco Mendioroz, prestigioso salteño que atendió durante más de tres décadas la salud de los tucumanos.
Hace exactamente cien años, cuando promediaba octubre de 1914, la Municipalidad de Tucumán ordenó a su personal cubrir con gruesos manojos de paja la calzada de calle Las Heras (hoy San Martín) al 300, para amortiguar el ruido de los carruajes (los autos eran una rareza entonces) que pasaban por allí. Al mismo tiempo, los lourdistas del Colegio Sagrado Corazón, que en esa época funcionaba en la misma cuadra, recomendaban a sus alumnos guardar el máximo silencio en los recreos.
Estas medidas buscaban que el estrépito habitual de esa calle céntrica se redujera al mínimo, para no perturbar la agonía del doctor Francisco Mendioroz, cuya casa se alzaba en el 355 (numeración de entonces). El dato, recogido de testigos presenciales, revela el prestigio y el respeto que rodeaban al enfermo.
Niñez salteña
El doctor Mendioroz no era tucumano, pero vivía y trabajaba en Tucumán desde hacía más de tres décadas. Había nacido en Salta, en 1856, hijo de Francisco Mendioroz Idibarren y de la tucumana Gumersinda Reto Carranza.
Don Francisco padre era un químico y farmacéutico muy conocido en la vecina provincia. A poco de radicarse en Salta, se hizo cargo de la “Droguería del Indio” y más tarde fundó sucesivamente la “Farmacia de Monserrat” y la “Farmacia Española”. Además, residió una temporada en Tucumán, donde instaló la “Botica del Indio”, establecimiento muy importante ubicado frente a la plaza Independencia, en el solar donde luego se edificó la hoy sede del Jockey Club.
En Tucumán
Francisco Mendioroz hijo, nacido en 1856, estudió en Salta y concluido el bachillerato en el Colegio Nacional, partió a la Universidad de Buenos Aires a cursar la carrera de Medicina. Buen estudiante, se doctoró en 1880 con la tesis “Ensayo sobre la hipocondría”. Ya por entonces era directivo del Círculo Médico Argentino, cuyo elenco fundador había integrado.
Decidió radicarse en Tucumán. Aquí se casó ni bien graduado con una parienta, doña María Reto Roca. Tuvieron varios hijos, pero sólo uno, María Rita, llegaría a la edad adulta. La gran capacidad de Mendioroz y su dedicación a los enfermos, pronto le ganaron una vastísima clientela.
Dos generaciones
Vicente C. Gallo, en una página testimonial, describió lo que eran los médicos tucumanos de la primera mitad del siglo XIX, que visitaban sus enfermos a caballo. Y que, “con frecuencia, si se trataba de un hogar pobre o necesitado, dejaban disimuladamente el importe del remedio que habían de despachar luego las viejas farmacias de don Cosme Massini, o de don Ricardo Reto, o de don Ricardo Ibazeta”.
Narraba Gallo que vinieron luego los de la siguiente generación: Francisco Mendioroz, Pedro Ruiz Huidobro, Manuel Esteves, Santos López, Benigno Vallejo, Luis Beaufrère, Vicente Padilla, Alberto de Soldati, Manuel Cossio, Ignacio Colombres, Fortunato Mariño y alguno más.
En carruaje
Esta generación sustituyó el caballo por el carruaje, en las visitas domiciliarias a los enfermos. Afirma Gallo que “tuvieron sin duda más ciencia y preparación teórica, correspondiente a los adelantos de la medicina y de su enseñanza en la Universidad”. Pero “se enaltecieron por la practica de las mismas normas morales en sus relaciones con la clientela, y por la misma vocación sagrada y austera de la profesión”.
A ellos les tocó, junto con alguno de los viejos, actuar en la terrible epidemia de cólera del verano 1886-87. Durante el flagelo, Mendioroz se destacó en la primera fila, como médico de la Municipalidad. Sirvió también en el viejo Hospital de Hombres (que se alzaba en Moreno al 400, frente a la Quinta de Sosa, luego Escuela “Monteagudo”), y fue vocal del Tribunal de Medicina, así como miembro, varios años, del Consejo de Higiene, organismo que antecedió a los ministerios de Salud Pública.
Marchar a la cabeza
Según su colega, el doctor Manuel Esteves, “cuando lo llamaban, Mendioroz nunca tuvo en cuenta el número de los enfermos, la condición de ellos, ni la hora. Rápido y oportuno, acudía sin tener en cuenta los peligros para su propia salud. De allí provenía su gran popularidad”.
Según este testimonio, Mendioroz fue “un estudioso, un sobresaliente, un convencido de la bondad y eficacia de su profesión y a ella se entregó por entero y abnegadamente”. Es que encarnaba esa figura del médico “que era también el amigo, el confidente y copartícipe de las vigilias y lágrimas que se derramaban ante la enfermedad y la muerte”.
Afirmaba Esteves que Mendioroz puso al servicio de su profesión “una actividad incesante, energías y fortaleza inagotables, proverbiales. Marchaba a la cabeza y desde ese primer puesto que servía de ejemplo, nos enseñaba el camino del deber, de la abnegación y el desinterés”. No le importaba que, para aliviar a un enfermo, tuviera que “disgustar a alguno de sus colegas”.
Política, poca
Fue uno de los grandes benefactores de la comunidad de los Padres Franciscanos de Tucumán. Benefició su convento con importantes donaciones en dinero y en mobiliario (por ejemplo, la soberbia mesa de mármol de la sacristía), además de atender la salud de los padres. Fray Salvador Villalba testimonió que “cuando de nosotros se trataba, para él no había descanso: el médico se convertía en enfermero, el hombre en niño”.
Varias veces fue llamado a la actividad política. La aceptó en pocas ocasiones y a regañadientes. Fue diputado a la Legislatura y vicepresidente de la Cámara (1894), y concejal municipal en 1908. Ese año, como presidente del Concejo Deliberante, le tocó desempeñar interinamente la intendencia de la Capital. Asimismo, fue director del Banco de la Provincia, de 1898 a 1905.
Enfermo en Europa
Mendioroz era un hombre alto y distinguido. Realzaba sus finas facciones un gran bigote y barba en punta. Se lo conocía como asiduo frecuentador de la literatura, de los relatos de viaje y de las crónicas de arte, en los pocos ratos libres que le dejaba la profesión. Todo esto dotaba de particular encanto a su conversación amena y variada.
En 1913, decidió cumplir el sueño que alentaba desde siempre: un viaje a Europa. Arregló con varios colegas la atención de su pléyade de pacientes, y partió entusiasmado. Pero a poco de llegar, se sintió enfermo. Los médicos confirmaron pronto el cáncer terminal que él mismo ya se había diagnosticado.
Regresó entonces a Tucumán triste y abatido. Al muy poco tiempo, la enfermedad lo postró en cama, con dolores que soportaba con enorme entereza.
El final
Según el diario “El Orden”, sus íntimos contaban que “rehusó siempre todo lenitivo”. Decía : “Son los últimos dolores de la vida, que sabrá compensarlos el descanso de la muerte”.
El doctor Francisco Mendioroz falleció a las ocho de la noche del 13 de octubre de 1914. Expresó LA GACETA que, en Tucumán, había “pocos hombres tan queridos y respetados como él, en los más opulentos hasta los más humildes hogares”.
Una compacta multitud asistió a sus exequias. La crónica del diario afirmaba que “desde el fallecimiento de don Lucas Córdoba, no había recorrido las calles de Tucumán un cortejo tan lucido y numeroso como el que acompañó a su última morada los restos del inolvidable doctor Mendioroz”.
Puede dar una idea del eco público, el hecho de que en la Confitería “París”, la más importante de la ciudad, los mozos sirvieron “con traje de luto” a la clientela de la mañana. Y, a la hora del entierro de Mendioroz, el establecimiento cerró sus puertas.