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LA ALAMEDA. El paseo favorito de los tucumanos en la época de Ángel López, según una acuarela pintada por Ignacio Baz la gaceta / fotos de archivo

El tucumano, obstinado antirrosista desde estudiante, encabezó tres conspiraciones armadas. La última le costaría la vida


En 1831, transcurrían los tiempos de Juan Manuel de Rosas, un gobernante de dura mano a quien era peligroso disgustar. Por eso causó estupor, en Buenos Aires, cierto suceso acaecido en la Facultad de Derecho de la Universidad. Al estudiante tucumano Ángel López, al terminar su carrera, no se le ocurrió idea mejor que proponer, para su tesis doctoral, el tema “La República Argentina no debe ni le conviene admitir ministros extranjeros”.

Meterse con la política, fuera interior o exterior, era convocar las furias del jefe de la Confederación. El gobierno ordenó a la Universidad que se suspendiera esa tesis. López entregó entonces otra, titulada “La pena de muerte no es proporcional a los delitos que con ella se castigan”. Pero, audazmente, anunció que reiteraría la propuesta impugnada en el acto de recepción de su grado.

Entonces, el ministro Tomás de Anchorena envió, el 19 de julio, una encendida nota al rector de la Universidad. Advertía que “tal osadía es un desacato a la autoridad, que jamás tolerará el gobierno”. Y por tanto ordenaba “suspender la entrega de títulos de doctor al expresado López y que, en caso de hallarse éstos en su poder, los recoja inmediatamente”.

Expulsado y preso
El 30 de julio, Anchorena acentuó las sanciones. Informó al rector que no sólo había decretado negar el título de doctor a López, sino que “se lo excluya para siempre de las aulas de la Universidad”. Además, mandaba a la Policía que lo capturase, para permanecer arrestado en el Pontón “Cacique”, durante “tres meses, a ración y sin sueldo”. El “Cacique” era una barcaza anclada en el puerto, que servía de prisión.

Ángel López había nacido en Trancas en 1806. Era hijo de José Santos López y Salas –primo segundo del ex gobernador Javier López- y de María Antonia Molina y Aráoz. En la Facultad porteña, fue compañero de los tucumanos Juan Bautista Alberdi, Prudencio Gramajo, Marcos Paz, Fabián Ledesma y Brígido Silva.

No existe retrato de Ángel López. El doctor Juan B. Terán se ocupó de este personaje en dos eruditos trabajos que usamos largamente para esta nota. Dice que “su natural fue silencioso y austero; su conducta, tenaz; su voluntad, terca y firme”.

Primer intento

Cumplida la pena en el Pontón, el joven López vuelve a Tucumán. Hay un gobierno rosista en la provincia, pero lo desempeña Alejandro Heredia, que es hombre tolerante. Pasa por alto los antecedentes de López y permite, en 1832, que lo elijan diputado a la Sala de Representantes, de la que será vicepresidente.

Pero se equivoca Heredia si cree que los tres meses de arresto y la diputación han calmado el antirrosismo del joven. Al contrario: corre junio de 1833, cuando López arma su primera conspiración en Tucumán. Quiere derrocar a Heredia, ponerlo en prisión e instalar en su reemplazo al coronel de la Independencia, Gerónimo Helguera. El plan del golpe no es complicado. Consiste en que, a cierta hora, un cantor y un artista distraigan con su música a la guardia del Cabildo, lo que permitiría el ingreso de los complotados y la prisión del gobernador.

Desde Salta
Heredia los descubre. Es que se ha hablado demasiado del golpe entre la peonada, y los terminan delatando Rosendo Monasterio y Plácida Pantorrilla. A esta última Heredia la recompensará, por su lealtad, con el obsequio de… una peineta. La policía se mueve rápido y varios de los cabecillas, Helguera entre ellos, son capturados. López logra huir.

Se dicta sentencia de muerte para los presos. Pero se salvarán el 9 de julio, cuando el joven Juan Bautista Alberdi, de visita en la ciudad, pide clemencia a Heredia y lo convence. “La emoción literaria era el talón de este Aquiles”, comenta Terán. El episodio significará, para el coronel Helguera, el exilio en Chile hasta el fin de sus días.

Pero Ángel López no se arredra por el fracaso. Se ha refugiado en Salta, aprovechando la enemistad entre Heredia y el gobernador de esa provincia, Pablo Latorre. En septiembre, ya tiene en marcha otra conspiración. Por su encargo, la maneja en Tucumán una mujer, Bonifacia López. Ella intentará seducir a algunos comandantes, que finalmente la delatan.

Refugio sin sosiego
Nada saben de esto los conjurados, grupo que encabezan Ángel, Santos y Miguel López; Manuel Romano y el capitán Andrés Zelarayán. Cuando llegan, los soldados de Heredia los están esperando. Arrestan a varios, aunque Ángel consigue otra vez escapar hacia el norte. Condenados a muerte, los reos salvan la vida pagando un rescate y declarando la complicidad de Latorre en la asonada. Con esta afirmación, Heredia ya tiene argumentos para lanzarse en guerra contra Salta. Además, imparte una orden fulminante a su gente: deben pasar por las armas a Ángel López donde lo encuentren, y hay pena de muerte para quien lo refugie o no lo delate.

A todo esto, López se refugia en la casa del cura Quevedo, párroco de Perico, en Jujuy. Allí hace de sacristán, bajo la identidad de “Pedro Ruiz, el arequipeño”. Luego, los acontecimientos se complican. Heredia invade Salta y apresa al gobernador, a tiempo que Jujuy (que dependía de Salta) se declara provincia autónoma.

Nada lo disuade
El asunto se ha tornado grave. Juan Manuel de Rosas decide enviar al general Juan Facundo Quiroga como mediador en el conflicto. El dictador porteño no ha olvidado al joven conspirador, cuyo arresto dispuso en 1831. Antes de despedirse de Quiroga, le entrega aquella conocida –y célebre- carta fechada en la Hacienda de Figueroa. Allí pone, como ejemplo de los manejos unitarios, al “famoso estudiante López, que estuvo preso en el Pontón”.

Pero Ángel López insistirá una vez más en su obsesión contra los rosistas. Nada ha podido disuadirlo: ni siquiera la misiva, llena de consejos, que le dirigió el futuro obispo José Agustín Molina. Su condiscípulo, Celedonio Cuestas, lo había refugiado en su casa. Advirtió sus preparativos y trató de hacerlo cambiar de idea. “Eres un niño, no conoces el Universo y los hombres. Tu temeridad ha de hacerte llorar muchos años”, le dijo.

Ante el pelotón
Ángel López, el coronel Javier López, José Segundo Roca, Prudencio López, Celestino y Juan Balmaceda, Clemente Echegaray y Julio Pastor Sosa, capitanean el grupo de jinetes que viene en son de guerra desde Tupiza hacia Tucumán. Las fuerzas de Heredia los sorprenderán y los derrotarán en el Monte Grande de Famaillá, el 23 de enero de 1836.

Al día siguiente, a las 10 de la mañana, y tras unas horas “en capilla” en el templo franciscano, Javier López y Ángel López serán fusilados junto al Cabildo. Dice la tradición que Roca pudo salvarse porque Agustina Paz, hija del ministro de Heredia, Juan Bautista Paz, lo pidió en matrimonio: se casaron y serían los padres de Julio Argentino Roca.

La novelesca existencia de Ángel López, escribe Terán, “no podía carecer de decoración romántica. En el día de su ejecución, y en los sucesivos, una joven, Juliana Molina, según la tradición, con la razón perdida, divagaba por las calles de la aldea con los cabellos y los vestidos desceñidos, pidiendo a las estrellas un eco de su voz”.

Era “la novia de López, a quien no había visto desde el 23 de junio de 1834, día en que fue descubierta su primera conspiración, y en cuya noche, antes de partir para Salta y para siempre, fue a estrecharla con los brazos febricitantes de audacia y ambición”.