Ha pasado en silencio el aniversario de aquella tragedia de un pionero de la aviación argentina. Paul Groussac, quien lo vio horas antes, narra que cerró los ojos de su cadáver
Hace tres meses se cumplió un siglo de la muerte de Jorge Newbery, ocurrida el 1 de marzo de 1914. No deja de resultar curioso el silencio que rodeó el aniversario, si se considera que ese nombre integra, de pleno derecho, la nómina de audaces precursores de la aviación argentina.
Jorge Newbery nació en Buenos Aires en 1875. Era hijo del odontólogo norteamericano Ralph Lamartine Newbery y de la porteña Dolores Malagarie. Estudió en la escuela escocesa de Olivos y en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Partió luego a Estados Unidos. Asistió a la Universidad de Cornell y luego al Drexel Institute de Filadelfia, donde tuvo como profesor a Tomás Alva Edison. Volvió a la Capital en 1895, con el título de ingeniero electricista.
Dirigió la Compañía de Luz y Tracción del Río de la Plata y se incorporó como técnico a la Armada Nacional. Esta lo asimiló a capitán de fragata y le encomendó la compra de equipos eléctricos en Europa. En 1900, la Municipalidad porteña lo nombró Director General de Alumbrado, cargo que ocuparía hasta el fin de su vida.
El virus del vuelo
Escribió y experimentó sobre temas eléctricos, enseñó Electrotecnia en la Escuela Industrial de la Nación, y representó a la Argentina en el Congreso Internacional de Electricidad, de Saint Louis, en 1905. Vino a Tucumán en 1901, contratado por la Municipalidad para estudiar el servicio eléctrico de nuestra ciudad. Produjo sobre el asunto un sólido informe.
Ya por entonces lo destacaba en Buenos Aires su destreza en una asombrosa suma de deportes. Practicaba box, esgrima, rugby, lucha, remo, natación, automovilismo. Eso unido a su apostura personal y a la simpatía que irradiaba, pronto lo convirtieron en ídolo de la juventud porteña.
En 1907, prendió en su alma el virus del vuelo, que algunos temerarios comenzaban a practicar. Ese año voló, con Aaron Anchorena, de Buenos Aires a Colonia en el globo “El Pampero”: unos meses después, el artefacto se perdía en el mar, con su hermano Eduardo Newbery y el sargento Eduardo Romero.
Batiendo marcas
Volvió a volar en globo en enero de 1907, en “El Patriota”. Y en diciembre, con “El Huracán”, batió el record sudamericano de duración y distancia, al unir Belgrano con la ciudad brasileña de Bagé. El flamante Aero Club Argentino lo designó presidente, ese año.
En mayo de 1910 recibió su “brevet” de aviador, y corría 1912 cuando volvió a tripular un globo, el “Eduardo Newbery”: se elevó a 5.100 metros, batiendo el récord sudamericano de altura. Ese año, como titular del Aero Club, entregó al Ministerio de Guerra la Escuela de Aviación Militar. Fue nombrado director de la misma.
Desde entonces, entusiasmó a la gente con vuelos que eran proezas para la época, como ir y volver de Colonia en el mismo día, piloteando el monoplano “Centenario”; o dirigir la flotilla de cuatro aviones que participó en el gran desfile militar del 25 de mayo de 1913, año en que el Gobierno le otorgó diploma de aviador militar. El 11 de febrero de 1914, superó la marca mundial de altura en aeroplano, al alcanzar los 6.225 metros.
En Mendoza
Luego de este éxito, viajó a Mendoza. Tenía el proyecto de cruzar los Andes en avión y quería estudiar la meteorología de la zona. Paul Groussac, en una de sus crónicas de viaje, contaría, como ocasional testigo, lo que ocurrió después.
Narra que venía de Chile en el Ferrocarril Trasandino, y que al mediodía del 28 de febrero, en Puente del Inca, invadió su vagón una ruidosa cantidad de turistas argentinos. Formaban el grupo principal dos señoras porteñas, madre e hija, vestidas de negro. Acompañaba a esta última “una encantadora rubia, cuyos ojos azules y dorados hacían lindo contraste con el negro cabello y la tez pálida de su amiga”, observó Groussac.
Con ellas venía Jorge Newbery. Su “risueña rubicundez y atlética corpulencia” lo destacaban en el coche. Newbery estaba separado de su esposa Sara Escalante Reto, tucumana por parte de madre. Soltero oficial, desplegaba pródigamente su gracia de conversador ante la compañía femenina. Las mujeres le pedían con insistencia que, cuando llegaran a Mendoza, aceptara la propuesta de volar sobre la ciudad en un avión Morane, de Teodoro Fels. El ingeniero se negó al comienzo, porque desconfiaba del aparato.
El vuelo fatal
En esa charla llegaron a Mendoza, y se instalaron todos en el hotel donde también se alojaba Groussac. Por la mañana del 1 de marzo de 1914, Domingo de Carnaval, corrió la voz de que “cediendo a las instancias de las damas”, Newbery realizaría a la tarde, con su amigo Tito Jiménez Lastra, un “vuelo sin importancia”, en el campo de Los Tamarindos, piloteando el Morane.
Groussac cuenta que hubiera querido asistir a aquella prueba “sin importancia”, pero tenía un compromiso anterior en la estancia de Serú, y además quería visitar el Cerro de la Gloria. Regresó al hotel cuando caía la tarde, y se encontró con una muchedumbre consternada que llenaba la plaza.
Le informaron que dos horas antes había ocurrido una tragedia. El aparato de Newbery se precipitó a tierra cuando estaba a 50 metros de altura. El ingeniero murió instantáneamente, en tanto que Jiménez Lastra resultó solamente herido.
Ante el cadáver
Groussac corrió a la Asistencia Pública. El cuerpo del aviador yacía en una camilla. “Contemplé su cadáver casi tibio y aun sin rigidez”, cuenta. “A pesar de la honda herida frontal y la fractura de la mandíbula, el rostro no estaba deformado; y una vez cerrados por mí los ojos que quedaran entreabiertos, la noble fisonomía recobraba su belleza varonil”.
A la mañana siguiente, mientras el féretro, rodeado por una multitud, era conducido a la estación a los acordes de la marcha fúnebre de Chopin, divisó Groussac, en el patio del hotel, apoyada en un pilar, enlutada y llorando sin consuelo, “a la niña rubia cuyo ruego fue quizás causa inocente de la catástrofe”. Mientras se unía al cortejo, pensaba que “si algo de verdad encerrara aquel mito griego que mostraba a la sombra del muerto vagando en torno del cadáver todavía insepulto, acaso a ese ser infortunado le mitigara la amargura del temprano y lamentable fin, el verse llorado por ojos tan bellos”…
Oración de Terán
En Tucumán y desde Villa Nougués, en su diario personal, Juan B. Terán redactó con lápiz unas emotivas líneas sobre Newbery. Lo llamó “paladín por la sonriente intrepidez del esfuerzo, artista por la belleza simple del ademán: es el héroe argentino de nuestro siglo. Sugestión universal para los jóvenes, es consuelo para todos su ejemplo, en esta hora de voluptuosidades fáciles y de apetitos groseros”.
Desafiador del “misterio del éter”, lo ungía “la luz cenital que viene del seno de los mundos”: ella fue “la novia obsediante y fría, subjetiva y ubicua, sin corazón y sin brazos, que da su único beso cuando, vencidos, cerramos la pupila para siempre”. Terminaba: “yo he entonado una oración con mis hijos, sobre la montaña.”