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ERNESTO NOUGUÉS. Sentado, al centro, con un habano en la boca, con parientes y amigos. A su lado, el ingeniero José Peña; de pie, el doctor Eduardo Frías Silva; al fondo, el ingeniero Luis Silvetti Peña

Múltiple deportista, fue uno de los primeros aviadores tucumanos y acaso el más arriesgado. Salió siempre ileso de los accidentes.


“Cuando me pide permiso para volar, no quiero negárselo, porque me da miedo de que tenga un accidente y muera con el pecado de desobedecer a su madre”. Es lo que solía decir doña Elvira Padilla de Nougués cuando, azorada, veía el avión de su hijo Ernesto pasar haciendo piruetas por medio de las chimeneas del ingenio San Pablo, o rozando los árboles de Villa Nougués.

Esto ocurría en la década de 1920, tiempos infantiles de la aviación, cuando volar era un deporte tan novedoso como lleno de incertidumbres y de peligros.

Nacido en Tucumán el 5 de diciembre de 1902, hijo del doctor Juan Carlos Nougués, un destacado industrial, el joven Ernesto era un apasionado de todos los deportes. Tanto boxeaba como jugaba al polo, al básquet, o piloteaba autos de carrera. Se mostraba siempre –diría LA GACETA- como “el más arriesgado, el más decidido”.

El “brevet” en 1925
Por eso era previsible que, cuando llegó esta ciudad la fiebre de la aviación y se fundó el Aero Club Tucumán, el joven Nougués se hiciera adicto de inmediato de ese “arriesgadísimo sport” como lo denominaba el periodismo.

En 1924, el sargento primero Salvador Gaudioso Molina inauguró, en el flamante Aero Club, el curso de pilotos. Los primeros egresados fueron Francisco Trevi y Próspero Palazzo. En el segundo curso, en 1925, se graduó Ernesto Nougués. Obtuvo, junto con Eduardo Bernasconi y Luis Vincent, su “brevet” de piloto, tras rendir examen ante una mesa formada por el mayor Francisco Torres, el capitán Eduardo Olivero y el piloto Diego Arzeno.

Poco después, Nougués partió a Buenos Aires. Allí se compró un avión Curtiss Oriole, de 160 HP, con el que practicó largamente en San Fernando y en Rosario. Compañeros en estos vuelos, fueron avezados pilotos como Guillermo Hillcoat (conocido como “El Gaucho Relámpago”) y Fernando Arcay. Luego, trajo el aparato a Tucumán. Había decorado su fuselaje con pinturas de calaveras y lechuzas.

Rumbo a Bolivia
Al año de recibido, el Departamento de Aviación Civil lo nombró examinador de la tercera promoción de pilotos tucumanos: Bernardo Fourcans, Armando Romagnoli, José Carlino, Arnoldo Schwartz. Además, el Ministerio de Guerra designó a Nougués y a Palazzo “oficiales reservistas” de la Aviación Militar.

En esos tiempos, era común que los pilotos se prestigiaran efectuando “raids”, es decir uniendo puntos del mapa cuyo espacio nunca habían hollado los aviones. En octubre de 1926, Ernesto Nougués se propuso cumplir el “raid” Tucumán-Santa Cruz de la Sierra. Lo acompañaba Alejandro Barreto.

A la altura de Tabacal tuvo el primer percance de su carrera. Pero arregló el aparato y pudo seguir. Le faltaban unos treinta kilómetros para llegar a la ciudad boliviana, cuando en pleno vuelo se le desfondó el tanque de combustible. Esto lo forzó a destrozar el Curtiss, con un aterrizaje forzoso en la selva.

“Raid” de la Escuadrilla
Llegó a su destino a lomo de mula. Pero, días después, consiguió que el Lloyd Aéreo Boliviano le cediera un aparato Junkers, con el cual fue el primer piloto que recorrió el tramo Yacuiba-Santa Cruz de la Sierra, éxito que el vecino país premió con una medalla de oro.

En 1927, junto con Gaudioso Molina, Bernasconi, Palazzo, Fourcans y Schwartz, formó parte Nougués de la célebre “Escuadrilla Tucumana”. Esta realizó en mayo, en tres aviones de Aero Club, un “raid” de 3162 kilómetros, tocando Santiago, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires.

La expedición fue auspiciada por LA GACETA y despertó en el público un entusiasmo realmente delirante. En su transcurso, desperfectos en el aparato obligaron a Ernesto Nougués a ejecutar tres aterrizajes forzosos de gran peligro. Y a pesar de eso, su condición –que recalcaba el periodismo- de “piloto audaz y lleno de recursos”, le permitió completar felizmente el programa.

Un ministro a bordo
En julio de 1934, vivió acaso su más peligrosa experiencia de aviador. Piloteando un aparato Ryan, condujo de Tucumán a Salta al ministro del Interior, doctor Leopoldo Melo; el presidente del Banco Hipotecario Nacional, doctor Enrique S. Pérez, al diputado Marcos Rojas y a Fernando Frasinetti, secretario del ministro .

Desde Salta, resolvieron trasladarse a Rosario de la Frontera en el Ryan. El piloto Nougues resolvió cortar por el Valle de Lerma y enfilar por El Crestón. “De pronto –narraría- sentí que el motor se engranaba y que un vaho caliente invadía la cabina. Creí por algún momento que esas fallas no tendrían consecuencias e intenté restablecer la marcha normal del avión, pero fue imposible”. Se hallaban en gravísimo peligro.

“Encomiéndense a Dios”
“Tengan confianza en mí y encomiéndese a Dios”, dijo Nougués. Cerró el paso de nafta y el aparato empezó a planear. El piloto, con sangre fría que Melo elogiaría después, buscaba dónde aterrizar y que no se volcase el ala. Cuando divisó el zanjón del río Seco, se dirigió hacia allí con viento de cola, empeñado en alejarse de la barranca y de las enormes piedras. Así, “nos aferramos a nuestros asientos y aplasté el avión desde unos 50 metros de altura”, contó Nougués.

Cayeron entre la arena y las piedras. El motor se desprendió y saltó lejos. Se pudo abrir la puerta. Nougués, Melo y Frasinetti estaban ilesos. No así el doctor Pérez, quien tenía la pierna fracturada y Rojas, con varias heridas aunque no mortales. Nougués entablilló la pierna de Pérez con madera del destrozado avión y con tiras de su camisa. Rato después, los encontró un chico, que partió a caballo en búsqueda de los auxilios que llegaron poco después. “Fue una desgracia con suerte”, comentó Melo en Tucumán, horas más tarde.

El más querido
Los accidentes de Ernesto Nougués, a esa altura, ya se habían convertido en legendarios. Parecía tener siete vidas, ya que siempre salía ileso. Piloteando un aparato Bellanca del Aero Club, por ejemplo, cayó a poco de decolar entre la arboleda de la parte norte de avenida Benjamín Aráoz, salvando la vida por milagro. Su último percance acaeció en el pueblo porteño de San Fernando, y le costó lesiones bastante serias.

Este hombre simpático y lleno de amigos, a quien LA GACETA llamó “uno de los líderes de la aviación tucumana” y “uno de los aviadores más queridos del país”, murió el 15 de mayo de 1938, a los 35 años, tras una rápida enfermedad. A su entierro asistió una verdadera muchedumbre. Mientras el féretro ingresaba en el Cementerio del Oeste, en el cielo se divisaba, haciendo evoluciones en su homenaje, al aparato Taylor que piloteaba César Chueca, un discípulo de Nougués.