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EL RECIPIENTE. Dos tinteros de plata, más los tubos de arenilla para secante, que usaron los congresales de Tucumán en 1816.

También era posible fabricarla en la casa.


Desde tiempo inmemorial, las personas utilizaron, para estampar palabras, ese material que el diccionario de la Academia define como “líquido que se usa para escribir”, y que llamamos “tinta”. Las buenas obras de referencia dedican largas e interesantes páginas a su historia. Así nos enteramos de que el origen de la tinta se pierde en la noche de los tiempos. En la antiquísima China y en el Egipto de los papiros, estarían sus primeras señales.

Aquellas remotas tintas tenían el hollín como principal componente. Después, se les empezó a agregar otros elementos. Por ejemplo, los frailes Agustinos de Munich consignaban, hacia 1500, su propia fórmula para hacer tinta, en unas líneas que entenderán los expertos en antiguo latín: “Integra sit galle, media sit uncia gummi,/ Vitriolo quarta. Appones neto falerni”.

En San Miguel de Tucumán, desde el siglo XVI hasta promediar el XIX, la tinta era importada y por tanto cara y difícil de obtener. Pero había un modo de salir del paso y era fabricarla en la casa. “El Orden” del 12 de marzo de 1886, insertaba la receta para obtener “muy buena tinta” en cantidad. Los ingredientes eran “nuez de agallas, 1.000 gramos; campeche, 75 gramos y agua pura, 5.000 gramos”. Esta mezcla “se calienta hasta la ebullición durante 2 horas y después de filtrada se le añaden 500 gramos de sulfato de hierro y 550 de goma arábiga disuelta en 2.500 gramos de agua. Se deja en reposo al aire libre durante tres días, se decanta, se aromatiza con un poco de esencia de espliego y se embotella”. Tal vez fabricaciones caseras de este tipo tengan la culpa de que ahora aparezcan, con frecuencia, desvaídas e ilegibles las letras de los viejos documentos, para consternación de los investigadores…