En “Los jesuitas en Tucumán”, de Groussac.
“Puede decirse que en esta provincia, las cuatro estaciones no existen, en el sentido que se le da en Europa, y aun en Buenos Aires”, escribía Paul Groussac en su libro de 1873 “Los jesuitas en Tucumán”, editado en nuestra ciudad.
Daba un ejemplo de lo que era un día de invierno en la provincia. “El sol, pródigo de tibias caricias, recorre un cielo invariablemente azul y sin nubes; allí al horizonte, la cresta ondulada del Aconquija se confunde con el matiz celeste, un poco pálido, del occidente; la montaña con su frente encanecida y su base sombría, es una imagen colosal del destino del hombre, cuya alma vive en el cielo como en su patria, mientras sus pies, es decir, sus miserias físicas, lo detienen en el suelo, en el barro terrenal”. Por todas partes, a unas cuadras de la ciudad, “se extienden los dorados campos de caña de azúcar donde hormiguea la población cosechera; las hermosas quintas de naranjos, cuya flora alfombra el suelo umbrío, como perfumada nieve de primavera, en tanto que en el silencio, de vez en cuando, una fruta dorada se desprende de la rama”.
A estos encantos debía agregarse “la facilidad de la vida común, tal que no existe hombre laborioso y de medianas facultades que no pueda conquistarse rápidamente la existencia independiente; y ser entonces un verdadero ciudadano de la democracia, no debiendo obediencia de Dios abajo a ninguno”. Recordaba que “el pueblo de esta provincia, si bien de origen español la mayor parte, ha sido templado siete veces en las sangrientas ondas de la guerra civil, para llegar a la apacible libertad. Porque parece que Dios, condenando al hombre a ganar el pan con el sudor de su frente, condenó también los pueblos a que su árbol de libertad no diera frutos duraderos, sino después de ser regado con la sangre de sus venas”.