Discurso de Rougés en la tumba de Terán.
El 8 de diciembre de 1938, murió el ilustre Juan B. Terán. En sus exequias, Alberto Rougés pronunció un discurso profundo y conmovedor. Empezaba diciendo que “esta es la hora en que el Ser que sabe que ha de morir (el ser para la muerte, del patético filosofar de Heidegger), esta es la hora, decimos, en que el hombre se siente morir por el amigo que muere; siente que asciende, desde las profundidades de sí mismo hacia los labios, el horror primitivo del no ser, el primer gemido de angustia de la vida consciente ante su primer hallazgo de la muerte, ante la certidumbre implacable de que tiene que morir. La hora es esta en que el Ser que es capaz de pensar, pero todavía es demasiado carnal, llora la desaparición de las formas visibles de quien ha amado con profundo amor. Es la hora en que la carne llora desconsoladamente a la carne”.
Así, “llora la pobre carne sin otro alivio posible que el Leteo, porque no ve lo que acaba de volar de la envoltura carnal, dejándola espantosamente inmóvil. No ve la mariposa espiritual de que habla Dante, que ha formado en esa envoltura las poderosas alas con que ahora vuela a la eternidad”. Sin duda, era “la hora de la tribulación desesperanzada de la carne”. Pero, afirmaba, “es necesario que la acallemos; que reuniendo todas nuestras fuerzas, nos alcemos sobre ella; porque hemos de rendir un homenaje a un pensador, y ese homenaje no puede ser otro que el de nuestro pensamiento”.
El espacio impide continuar la transcripción del estremecedor texto, que retrataba a Terán y a su tarea en Tucumán. Lo terminaba Rougés: “Ha ganado así la inmortalidad en el cielo después de haber ganado la de la tierra. Sea nuestro homenaje de ahora, el homenaje a su personalidad moral, a lo que más estimaba de sí mismo”.