El recorrido de un jinete en “Fruto vedado”
Transcurría alguna mañana de la década de 1870, cuando el jinete marchaba rumbo al ingenio azucarero. Se sabía el camino más que de memoria: “el vado del río Colorado, el arruinado puente sobre una acequia que se había de cruzar por un extremo, la quinta de naranjos que se contornaba, el cedro que dividía el callejón como un peñasco en un arroyo, el trecho de camino recientemente desmontado, donde el caballo tropezaba con los troncos a flor de suelo.”
Había un primer rancho que denunciaba la próxima llegada. Ya a ambos lados de la carretera empezaban “los tablones de caña en pie, blanquizca y seca por las heladas, con grandes trechos cosechados que hacían como manchas sombrías en las llanuras. Aquí su fiebre decaía de repente, ponía al trote su caballo jadeante, avanzando sin prisa por entre los carros llenos de caña recién cortada, los ranchos de la población cosechera, donde al resplandor de los fuegos de ramas, las chinas morenas pisaban a dos manos el maíz en el mortero, con el cigarrillo de chala entre los dientes”.
Detrás del caballo, “los perros ladraban furiosamente; algunos peones asomaban por las ramadas de tacuara y maloja; había que descorrer una pesada tranquera. Y de repente aparece el ingenio con sus hornos encendidos, la alta chimenea cuadrada, los galpones y galerías donde hormigueaban los trabajadores de los fondos y del trapiche, perfilándose fantásticamente en las paredes crudamente iluminadas por el fuego de los hornos. Solía distinguirse ya el ronquido del molino hidráulico, desde que el caballo hundía su casco en el elástico piso cubierto de bagazo puesto a secar y extendiendo su gran sábana blanca”…
Son párrafos testimoniales de “Fruto vedado” la novela que Paul Groussac publicó en 1884, un año después de haber concluido esa estadía en Tucumán que empezó en 1871.