Visiones de Lorenzo Parodi y Antonio Torres.
“Los tucumanos lo llamaban ‘el mudo Lillo’. Cuando se lo visitaba por primera vez, después del saludo de regla, se sentía en seguida una sensación de desamparo. Era menester entrar rápidamente en materia para evitar aterirse. Bastaba entonces una pregunta botánica al azar para conquistarlo. Por ejemplo, inquirir sobre el árbol que se encuentra junto a su entrada. La mudez se transformaba en locuacidad que podía durar varias horas. Del árbol se pasaba a la consulta de libros, a la opinión de Engler, y la conversación se tornaba general y fructífera: la Universidad, la política, los científicos, las noticias periodísticas, los malos artículos de divulgación. Sus respuestas eran a menudo irónicas y sus aseveraciones, sentencias. Todo lo juzgaba con espíritu científico”. Así describe a nuestro sabio Miguel Lillo el profesor Lorenzo Parodi, quien lo trató durante unos quince años.
Por su parte, en su “Lillo. Vida de un sabio”, el doctor Antonio Torres, su médico y su amigo, narra que tenía 1.77 m. de estatura, “cráneo dolicocéfalo; esqueleto más bien grácil pero firme; dedos finos y prolongados; cabeza erecta; ojos vivos y burlones que llegaban a molestar a quien escrutaba aún al descuido; pupilas pardas oscuras; nariz recta tirando a aguileña; andar pausado, movimientos lentos y mesurados”. Su rostro era “ligeramente moreno pálido” y se peinaba uniformemente hacia atrás. Tenía “orejas regularmente armoniosas, dientes finos y parejos, boca regular, labios finos y delgados de flemático, donde gustaba juguetear una sonrisa irónica y volteriana”. Vestía “con sencillez y sistemáticamente oscuro negro, en un estilo por años atrasado de la moda, casi un uniforme”. Mostraba “musculatura firme por sus años de campaña”.