Pero la actividad decaía en Tucumán en 1859.
“En Tucumán se trabaja mucho en la curtiembre. Esta industria se ejercita casi exclusivamente por vascos franceses, los cuales le introdujeron hace cincuenta años”, informaba el sabio alemán Germán Burmeister, quien visitó esta provincia en 1859. Narraba que al principio se curtían sólo “cueros amarillos ordinarios”, usados para arreos de caballos, para monturas y “calzado ordinario”. Pero notaba que “ahora se empieza a fabricar cuero marroquí de color, que se utiliza para adornar los arreos”. Ya se mandaban a Buenos Aires “cueros medio curtidos”, en lugar de los sin curtir que se enviaban antes, y que “no podían competir, en sus precios, con los de las provincias más cercanas, a causa del costo elevado del transporte”.
Por eso “se establecieron las curtiembres en Tucumán mismo”. Se trata de “establecimientos sencillos”, ubicados en la zona cercana al río. Para curtir, utilizan el tanino, que se obtiene “de un árbol que se llama cebil”. Como buen naturalista, Burmeister anotaba que “infelizmente están exterminando este árbol tan útil, sacándole tal cual está en el monte toda la corteza, y destruyéndolo de este modo”. Se llevaba esa corteza “por carradas a Tucumán, y empieza ya a encarecerse, pues los árboles de las cercanías han desaparecido”. Se muele la corteza “bajo grandes piedras puestas en movimiento por caballos, se echa desmenuzada en recipientes artificiales que están conectados con el arroyo, y se dejan hasta que los cueros están suficientemente curtidos”.
Al principio, la curtiembre era un negocio de buenas ganancias. “El cuero dejaba un beneficio del 200 por ciento, pero ahora ha bajado al 50 por ciento, pues los cueros que antes se compraban a 4 reales, se venden ahora por 8 y hasta 12 reales; como también a causa de la escasez del tanino y del encarecimiento del transporte de la corteza”.