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VIEJOS CARNAVALES. Una murga de Buenos Aires ejecutando sus músicas en 1916.

Permitido, con algunas salvedades, en 1835.


Por decreto del 22 de febrero de 1844, el jefe de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas, prohibió el juego del Carnaval. Opinaba que no podían tener lugar, en un pueblo trabajador, “tan paganas, inmorales y descabelladas prácticas”. Nueve años antes, el gobernador de Tucumán, general Alejandro Heredia, se había mostrado más tolerante.

“El juego de Carnaval, aunque está en directa oposición con las luces y civilización del día, no es dable prohibirlo absolutamente, por cuanto no es posible arrancar de pronto las profundas raíces que ha dejado la costumbre anticuada. En este conflicto, sólo pueden adoptarse medidas” enderezadas a “evitar males y desórdenes que son consiguientes a diversiones de esta clase”, expresaban los considerandos del decreto de Heredia del 28 de febrero de 1835.

Queda permitido “el juego de Carnaval, en cuanto no se ofenda la decencia y moral pública”. Estaban prohibidas “las correrías y galopes en grupo por las calles”. La pena que se aplicaría al transgresor, era la de perder el caballo o pagar tres pesos de multa, en ambos casos a beneficio de “la partida aprehensora”. Pero si el jefe de la partida hubiera procedido con arbitrariedad, “sufrirá el arresto de un mes”.

Todo individuo “que se encuentre en los tres días de Carnaval con arma blanca, inclusive el cuchillo, o de chispa, será arrestado por tres días, perdiendo a más de esto el arma, la que se aplicará del mismo modo a la partida aprehensora”. Se permitían las reuniones “para cantar la vidalita”, pero “sin causar desorden”, ya que esto se consideraba como algo “de pura diversión y entretenimiento”. Sería castigado todo el que, “conducido por un instinto de guapeza, con armas o sin armas, tratase de desarmar estas decentes reuniones permitidas”.