
Esos tiempos del bombeo y de las letrinas.
En su libro de recuerdos “Al margen del pasado” (1944), Ernesto M. Aráoz tocaba el tema de las instalaciones sanitarias, en las casas de la clase afortunada de Salta, durante los años finales del siglo XIX. El cuadro regía, en ese sector, en las otras ciudades del país, la nuestra entre ellos.
Decía Aráoz que nada había cambiado tanto la vida de la ciudad, como la instalación de las aguas corrientes y demás servicios sanitarios. “Abisma pensar en aquellas épocas en que, en la mayoría de las casas, para bañarse era menester bombear agua del pozo y echarla en una bañadera de latón, que generalmente se tenía en una pieza interior y se trasladaba a las habitaciones”.
Y luego, “los baldes de agua caliente que había que acarrear desde la cocina para templar el baño; y qué decir de las letrinas, esos pozos ciegos y malolientes, ubicados en el último rincón de las antiguas viviendas, sustituidos hoy por los limpios e higiénicos inodoros”. Recordaba que “cada año era menester desocupar y limpiar esas letrinas, tarea ingrata que revolucionaba uno o dos días toda la casa, previa evacuación de los niños, que eran trasladados al domicilio de algún vecino o pariente por el temor a las pestes infantiles que se temía tuviesen por origen las miasmas que dicha operación dispersaba en la atmósfera. La limpieza de las letrinas se hacía con grandes baldes, por jornaleros especializados en ese trabajo”.
Últimamente “se trabajaba con los carros atmosféricos, que tenían una bomba absorbente que actuaba desde la calle a través de una larga manguera que cruzaba toda la casa. Estos trabajos se hacían, naturalmente, a altas horas de la noche”. Muy pocas viviendas poseían un cuarto de baño confortable, “pero en todos los casos resultaba indispensable el bombeo”, recordaba Aráoz.