
HERRAR UN CABALLO. En Tucumán, en 1825, ese trabajo tenía un precio tan alto que indignó al barón Czeltritz.
En 1872, el médico inglés Juan H. Scrivener (1806-1884) redactó unas memorias sobre el viaje a Sudamérica que realizó en 1825, y durante el cual estuvo en Tucumán. Lo acompañaban otro médico y militar, Diego Paroissien, Sir Edmond Temple (quien también escribió sus memorias) y el barón Czeltritz. Entre las peripecias de los viajeros, vale la pena rescatar el episodio de las herraduras.
Sucedió que los tres amigos de Scrivener habían comprado unos caballos a un tal “doctor García”, clérigo, quien, dice el memorialista, “a estar por los informes, era el principal jinete y jugador de la provincia”. Los adquirieron a “precios muy bajos, porque estos abundan aquí y los mejores se obtienen por una libra de oro”.
Luego, mandaron a herrarlos en “la única herrería que existía en la ciudad” de Tucumán. Narra Scrivener que “nos sorprendimos del alto precio que pedía el herrero; y no era para menos, pues por cada par exigía cuatro pesos y medio, precio con el que podría comprarse un caballo pasable”.
El barón Czeltritz “se quejó airadamente de este alto precio, que era más de la tercera parte del costo de su caballo, diciendo al herrero que podía hacer herrar seis caballos por el mismo gasto, en su propio país”. Con innegable sentido realista, el herrero, “aspirando su cigarro pausadamente, contestó con énfasis que él podría llevarse tranquilamente los caballos al país del barón para ser herrados; pero que si necesitaban herrarlos en Tucumán, debían pagar cuatro pesos y medio o pasarse sin ello”.
Agrega Scrivener que, según Temple, el clérigo que les vendió los caballos, “perdió todo el dinero que había recibido por ellos, en el juego llamado ‘lansquenete’, a los pocos días de efectuada su venta”.