Tribunales y cementerio son inevitables.
Al hombre “que recurre a los Tribunales en amparo de sus derechos, no le interesan ni teorías ni doctrinas”, escribía el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Juan Heller (1883-1950), en uno de los penetrantes artículos que periódicamente publicaba en LA GACETA de 1945. “Busca obtener una parte decisiva de su reclamo por métodos racionales, procedimientos expeditivos y costas prudentes. Todo lo que ultrapase esos límites le parecerá logrerismo, atraso y expoliación”.
Pensaba que podía realizarse “un ensayo no exentos de peligros”: tomar a una persona cualquiera que hubiese sostenido un juicio, y preguntarle qué pensaba de nuestro sistema. “¡Qué incendios oiría hablar! Las llamas subirían de pronto si escuchasen a un martillero, y arderían los Tribunales si hablasen con un letrado condenado en costas”. Pero “alguna verdad dirían, sin embargo”.
La experiencia “podría multiplicarse con opinadores de las más diversas especies, pero todos coincidirían en el descontento actual. Tampoco faltaría el airado que se jactara de no haber pisado jamás ni las gradas del pretorio, olvidándose de que los Tribunales y el Cementerio coinciden en que, si no se penetra a ellos en vida, al menos se va muerto”.
Opinaba el magistrado que “como el gobierno político, como la seguridad, como la higiene, el de la Justicia es uno de esos problemas siempre candentes y actuales”. Aunque “podríamos prescindir de muchas otras cosas”, fue “Dios mismo el primer juez en el Edén, y mientras el alma viva su gran destierro terrestre, formidable tarea nos impone este signo de Caín, porque hay muchas maneras de matar a nuestros hermanos”.