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JULIO ARGENTINO ROCA. El presidente quiso hablar ante la tumba de su secretario. LA GACETA / ARCHIVO

La despedida a Navarro Viola.


Al ilustre tucumano que fue Julio Argentino Roca (1843-1914), a pesar de su reciedumbre de militar, le llegaba profundamente la muerte de los amigos.

El 5 de agosto de 1885, habló ante la tumba de uno de ellos, el doctor Alberto Navarro Viola. Era su secretario y desaparecía en plena juventud. Roca quiso decir algo en su memoria. Si la muerte de un hombre en edad avanzada entristece, expresó, “¿qué no será cuando es un joven, con todos los atractivos primaverales de la existencia, respirando vida por todos sus poros, el que cae reducido a polvo, al sentir sobre su noble frente las frías caricias de la muerte?”.

Aseguraba que perdía “no sólo un amigo verdadero, un secretario discreto, en quien depositaba la más ilimitada confianza, sino un testigo para el futuro de muchos de mis actos públicos como gobernante.

Destacaba la “actividad prodigiosa y permanente” de Navarro Viola, que “no conocía cansancio ni reposo”. Su “asombrosa rapidez de concepción y de expedición al mismo tiempo; su trato atrayente e insinuante, mezclado de cierto desenfado irrespetuoso pero simpático; su naturaleza fácil, alegre, chispeante de espíritu, como esos seres fosforescentes que dejan por donde pasan un surco luminoso”.

Había sido testigo de los últimos momentos de Navarro Viola, que expiraba rodeado por amigos y compañeros. “En presencia de ese cuadro triste y conmovedor”, pensaba Roca que “no se puede causar tal vacío, dolor tan hondo, en el pecho de sus amigos, sin haber tenido algo de ese secreto talismán del carácter, esa atracción inexplicable, por las dotes de su espíritu, que un hombre ejerce sobre los demás hombres, de su círculo, de su medio y de su tiempo”.