Imagen destacada
SAN JOSÉ DE LULES. Público frente a la capilla del antiguo convento, en una foto de principios del siglo pasado. LA GACETA / ARCHIVO

Crónica de un buen almuerzo, en 1826.


El viajero inglés Juan H. Scrivener visitó Tucumán en 1926, y dejó asentadas sus impresiones en un ameno libro de memorias, editado en traducción castellana recién en 1937. Entre sus experiencias tucumanas, narra que el padre Antonio, “un fraile dominicano jovial” lo invitó a visitar, con sus amistades masculinas y femeninas, el convento de la Orden en San José de Lules.

En la crónica, decía que el convento “está soberbiamente situado, levantándose sobre una pequeña eminencia en la llanura, al pie de una enorme y rica montaña boscosa”. La construcción, observaba Scrivener, “se está destruyendo rápidamente”.

Añadía que “hay pocos habitante en este antiguo convento. Sus celdas, a excepción de dos o tres, están ahora desiertas y se ve el pasto crecido en las resquebrajaduras del piso embaldosado, donde antes los monjes paseaban sus sandalias y sus horas; o donde, tal vez, de un humor más alegre, hacían sus ejercicios espirituales, en espera del tañido de la campana que llama al anochecer, o el alegre tintineo que invita al refectorio”.

El padre Antonio, narra, “nos obsequió con una comida canonical magníficamente surtida, a la que nos sentamos con excelente buen humor y apetito. La mesa estaba repleta de fuentes numerosas, pero lo que más llamó nuestra atención fue un enorme pavo, que el buen fraile colocó en el centro”.

Transcurrido un par de horas, “condujimos a las señoras a la galera y nos despedimos del padre -deseando que Dios le guardara por mil años- para emprender nuestra vuelta a la ciudad, muy contentos de nuestra visita al Convento de Lules”.