En una evocación del tucumano Rojas Paz.
“Todo el lujo de mi casa hogareña era un amplio patio sonoro, fresco en el verano y resguardado en el invierno”, rememoraba en “El patio de la noche” (1940) el escritor tucumano Pablo Rojas Paz. “En los anchos pilares octogonales habían colgadas jaulas en que toda variedad de pájaros se pasaban ensayando al infinito sus cantos. Había así chalchaleros, zorzales, cardenales y reinamoras”.
Entonces, “flores y pájaros se hermanaban en el ambiente de aquel patio; el discreto perfume de la madreselva se acordaba con el canto apaciguado de la reinamora; el trinar del zorzal orgulloso se dirigía en especial a la rosa, en tanto que el jazmín del Cabo, con su aroma tropical, dialogaba con el apagado zurear de la bumbuna”.
Además, “de cuando en cuando, el aleteo de las palomas de Castilla que pasaban por el recuadro del patio hacia el cielo, saludaba a las altas y acapulladas flores de una magnolia gigantesca”.
Y “la sonoridad del patio se volvía recóndita en el aljibe recubierto de mosaicos azules. Era vetusta la casa; con frecuencia crujían los techos y se descascaraban las paredes. Era tradición que en la sala principal había sido el gran baile donde se festejó la noticia de Caseros llevada a Tucumán por un Molina”.
Pero, escribe Rojas Paz, “aquel patio familiar, fresco en la siesta de diciembre y tibio en la dorada mañana de julio, rumoroso de pájaros y oloroso siempre a flores, era indemne al tiempo, inaccesible al desgaste de las cosas”.