Un historiador supone la inquietud que tenía.
Manuel G. Lugones, en su “Crónica tucumana de la Independencia” (1956) supone las tribulaciones de uno de los representantes de Buenos Aires, el doctor José Darregueyra. Afirma que fue el primero de ese origen que llegó a la ciudad, cuando iba corriendo el caluroso enero de 1816. No le satisfizo el ambiente de este pueblo “empobrecido por la revolución, como todos los pueblos del norte”. Lo inquietaban las últimas noticias del desastre de Sipe Sipe, la situación del litoral, la influencia de Artigas, la política inestable de Buenos Aires.
Lugones lo imaginaba “caviloso siempre, después de deambular por aquellas calles no muy transitables del Tucumán de entonces, desde la casa rectoral al convento de los domínicos, y del convento de los domínicos a la posada de los otros cuyanos cuando, al llegar la noche, tan calurosa como el día, pero más propicia al recogimiento del espíritu, le escribía a su amigo Tomás Guido”.
Le confiaba “sus temores de que el Congreso no se realizara, porque después del desastre de Sipe Sipe no era de esperar que llegasen los diputados del Alto Perú, y era de creer ‘que se resfríen’ los nombrados por las provincias de abajo, ‘Mucho me temo –comentaba no sin melancolía- que todo venga a quedar en nada’…
Imaginaba Lugones también a Darregueyra, “dándose vuelta nerviosamente entre las sábanas blancas de su lecho, sin poder conciliar el sueño, tanto por sus preocupaciones políticas como por calor tucumano del estío, atormentado en su insomnio con la idea obsesionante de haber traqueteado en vano, de posta en posta, las largas y fatigosas leguas de Buenos Aires a San Miguel de Tucumán”.