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MIGUEL LILLO. De pie, con traje claro, es el séptimo desde la izquierda. Posa con sus colegas profesores del Colegio Nacional, hacia 1900. LA GACETA / ARCHIVO.

Según Heller, el arte le suscitaba desdén.


“Jamás comprendió el arte. Desesperábale la poesía y teníala como uno de los medios grotescos de vivir. La escultura era para él un sarcasmo, especialmente la clásica, un ludibrio de la forma: frente a un perfil griego, argüía que la naturaleza humana era en esencia fea y despreciable; un rostro olímpico resultaba una mistificación. De la pintura y el dibujo, prefería la caricatura. Apreciaba la sátira, no como un género literario, sino como expresión de burla y de sarcasmo”.

Así empezaba Juan Heller, en LA GACETA de 1945, su artículo “Maestros”, sobre Miguel Lillo, el doctor Amador Lucero y el padre Fermín Molina, en la parte que dedicaba al sabio Lillo.

Afirmaba que “consagró toda su vida al laboratorio y fue admirador y secuaz de la naturaleza. Admitía las verdades particulares que investigaba y analizaba, pero no la verdad intuitiva y universal del arte, como si la armonía del mundo terminase en el análisis y en la fórmula”.

Ningún poder humano, “hubiera podido hacerle comprender la belleza de esa frase de Shakespeare: ‘¡Arranca las alas de las pintadas mariposas y espanta los rayos de luna de sus ojos dormidos!’, porque se hubiera puesto, airado, de parte de los lepidópteros en peligro”.

Era ”una conciencia firmísima, de una honradez intelectual y científica inquebrantable. Toda su vida fue una lucha contra cierta improvisación y charlatanismo argentino; pero amaba de tal modo lo nuestro, que una vez llegó a reprocharme con amargura, porque me vio plantar un árbol europeo”…