Se recibían en Córdoba y unos pocos en Chuquisaca. Recién desde 1827 se dieron grados en Buenos Aires. Resultaban ideales para ministros, y diez fueron gobernadores de Tucumán en el siglo XIX. Curiosidades del título.
En la actualidad, la matrícula del Colegio de Abogados de Tucumán cuenta con 4.610 letrados activos. De estos, 279 se incorporaron el último año. Muy distinta era, por cierto, la situación en tiempos de la colonia, y hasta prácticamente los finales del siglo XIX. En aquellos lejanos tiempos, los abogados en la provincia eran muy pocos, y por tanto muy valorados: el doctor Juan Manuel Terán afirmaba que, en 1875, una de las razones que lo movieron a regresar graduado a Tucumán y no quedarse en Buenos Aires fue la escasez de letrados.
Córdoba o Chuquisaca
Traían su título, por lo general, de la Universidad de Córdoba: algunos pocos -como nuestro famoso Bernardo de Monteagudo– de la de Chuquisaca. Recién desde 1827 empezó a dar grados en Derecho la flamante Universidad de Buenos Aires.
En unas “Varias apuntaciones” que comenzó a redactar en su exilio de Copiapó y que luego abandonó, el tucumano Marcelino de la Rosa proporciona algunos datos. Recordaba que los padres de familia de su época juvenil -había nacido en 1810- con fortuna suficiente para dar educación esmerada a sus hijos, lo mandaban a la Universidad de Córdoba. Pero, “estos eran muy pocos”, dice. “Sin embargo, no iban todos los ricos, ni eran ricos todos los que iban: eran, únicamente, los hijos de aquellos padres que habían salido de la esfera común”.
Hablaban en latín
Los que provenían de Tucumán, dice De la Rosa, estaban preparados “con la Gramática latina, Filosofía y Teología que se enseñaba en Tucumán en los conventos. Algunos iban con sólo el latín; lo de más debían estudiarlo en Córdoba”. Irónicamente, añade que, cuando regresaban graduados y orgullosos, “a todo contestaban con las Leyes de Partida, que ellos mismos no las entendían, con el Código Justiniano, y con la Novísima Recopilación”. Y “hablaban en latín para dar más importancia a su saber; y eran tanto más ignorantes, cuanto más vanos e hinchados se nos enseñaban”. De todos modos, concede que “sin embargo, había hombres de un talento singular que han hecho honor a su país, y que habrían valido mucho más si hubieran hecho otra clase de estudios”.
Eran los que “sabían”
En el Tucumán del tiempo de la colonia, de la Independencia y de las guerras civiles, los abogados eran, junto con los eclesiásticos, las personas que “sabían”. Nadie como ellos para opinar sesudamente sobre las cuestiones graves de la época. No tenían grandes bibliotecas. Pero les bastaba con unos cuantos tomos y lo que habían aprendido en los claustros, para actuar con destreza tanto en la vida forense como en la función pública.
Ni bien la Revolución de Mayo abrió paso a una nueva etapa, fueron los abogados quienes ocuparon las funciones más delicadas y expectables. Así, el diputado que Tucumán envió a la Primera Junta fue un abogado, el doctor Manuel Felipe Molina. Y también fue un abogado quien nos representó ante la Asamblea del año XIII, el doctor Nicolás Laguna.
En los ministerios
Se destacan notoriamente entre aquellos primeros letrados de nuestra provincia el doctor Domingo García, graduado en Chuquisaca, a quien se le confió la función de gobernador de la Intendencia de Salta del Tucumán, en 1812. También el salteño José Serapión de Arteaga, o Juan Bautista Paz, ministro largos años de Alejandro Heredia, o el altoperuano José Mariano Serrano, que vino como congresal por Charcas, en 1816, y luego se quedó en esta provincia por largos años: fue ministro de Bernabé Aráoz en la “República de Tucumán”.
Los ministerios resultaban para los letrados. Dice Juan B. Terán que esa función tenía “carácter más que político, técnico, en cierto modo sacerdotal”. Así, “los ministros serán los abogados y, cuando estos escasean, un gobierno advenido por el movimiento subversivo se asesora del ministro del gobierno depuesto. La revolución ha pasado para él como el trámite de un expediente, contagiado un poco de la fanática ‘eternidad’ de los principios”.
Mártires y gobernadores
No todos los abogados, sin embargo, figuraron sólo en los ministerios en aquellos tiempos. Hay que recordar al doctor Ángel López, por ejemplo. Rosas consideró revoltoso a este tucumano desde sus tiempos de estudiante en Buenos Aires y procedió a encarcelarlo. Sería luego el más empecinado conspirador contra el gobernador Alejandro Heredia, quien terminó fusilándolo en 1836.
Y es imprescindible la mención del doctor Marco Manuel de Avellaneda, catamarqueño aquí afincado y alma de la Liga del Norte contra Rosas. En esos trajines dejaría finalmente la vida, degollado por Oribe en Metán, en 1841.
En cuanto a la gobernación, desde 1810 hasta concluir el siglo XIX fueron solamente diez, si no contamos mal, los abogados que desempeñaron la primera magistratura de Tucumán en propiedad. Además de los doctores García y Laguna, ya mentados, fueron gobernadores los doctores Salustiano Zavalía, el riojano Agustín Justo de la Vega, Marcos Paz, Uladislao Frías, Miguel M. Nougués, Benjamín Paz, Próspero García y Próspero Mena.
El título de Alberdi
En cuanto al título, la Universidad lo otorgaba, pero el Gobierno tenía allí ingerencia fundamental. En 1834, Juan Bautista Alberdi, en viaje para Tucumán, se detuvo unos días en Córdoba. Pidió al Gobierno que la Universidad le reconociera los dos años de Derecho Civil cursados en Buenos Aires, y que lo autorizara a rendir el tercero. El Gobierno dio la orden respectiva a la Universidad.
Esta le tomó un velocísimo examen y -por otra orden del Gobierno- lo dispensó de realizar la práctica, con lo que se graduó de Bachiller en Derecho Civil. A la colación asistió Marco Avellaneda y, tras jurar Alberdi, le dijo: “Feliz usted, que ha prestado su juramento en mal latín, lo cual deja su conciencia en toda libertad”. Llegado a Tucumán, el gobernador Heredia lo autorizaría a ejercer como abogado.
El ocurrente Gondra
Estas habilitaciones suplían, asimismo, la falta de letrados: por ejemplo, el famoso periodista y político José Posse no tenía estudios superiores, pero estaba facultado por el Gobierno para abogar.
Quedó como una curiosidad el recurso utilizado por Adeodato de Gondra para graduarse de abogado, en 1846. Había estudiado leyes en Chile, sin llegar al título. Pero cuando era ministro de Gobierno del general Celedonio Gutiérrez, pidió al mandatario que le armara una mesa examinadora. Integrada por los doctores Agustín Justo de la Vega, José Fabián Ledesma y Prudencio Gramajo, la mesa lo ungió abogado tras “un largo y prolijo examen teórico-práctico de Jurisprudencia”, el 28 de setiembre. El flamante doctor Gondra envió las actas a Buenos Aires, cuya Universidad le expidió el título en noviembre. Así de simple.
El sí de la provincia
Como no había colegio profesional, a la autorización para ejercer la daba el Gobierno de cada provincia. El Código de Procedimientos de Tucumán de 1873 exigía, además de presentar un diploma “por lo menos de Bachiller en Derecho Civil”, dos años de práctica en academia o en estudio de abogado, por adscripción legalmente autorizada. Además, debía rendir “un examen general teórico práctico del Derecho Civil, Comercial y Criminal, con relación y fallo de una causa que se le dará 24 horas antes del examen ante el Superior Tribunal de Justicia”. Debía ser aprobado, “por lo menos, por mayoría de votos”.
Viaje a Córdoba
El tucumano Nicolás Avellaneda estudió en Córdoba, y lo mismo su comprovinciano, el futuro gobernador Benjamín Paz. En un escrito de homenaje a Paz, Avellaneda narraba aquel viaje de 1850. “En un día de febrero de un año ya muy lejano, partían de esta ciudad dos niños en dirección a la de Córdoba. Iban conducidos por dos sirvientes de sus familias, en caballos propios, para escapar a las mortificaciones de la posta, siendo este el modo más cómodo de viajar en aquellos tiempos”.
Recordaba que, mientras él concluiría sus estudios más tarde, en Buenos Aires, Paz estaba destinado “a la gran dicha de volver a su pueblo natal con sus estudios de Derecho concluidos y doctor, penetrando triunfalmente por sus calles en el alto asiento de la ‘imperial’ de la Compañía Rusiñol, mientras el conductor hacía resonar su estentórea corneta y hombres, mujeres y niños, asomaban por puertas y ventanas para contemplar el ruidoso tránsito del extraño vehículo”.