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EDUARDO WILDE. En este detalle del óleo de Blanes, aparece a la izquierda, junto a Carlos Pellegrini, en el viejo Congreso Nacional. LA GACETA / ARCHIVO

Un ensayo que fue premiado en Tucumán en 1916.


“Juegos Florales” se denominaban aquellos certámenes poéticos y literarios que tenían lugar, por lo menos hasta los años 1920, en todas las capitales del país. En Tucumán fueron memorables los de 1916, centenario de la Independencia.

En un grueso tomo se editaron los textos premiados. Entre ellos, llama la atención el estudio de Aníbal Ponce sobre Eduardo Wilde. Es un trabajo temprano y por eso poco conocido del que sería destacado escritor, psicólogo, catedrático y ensayista: Ponce tenía entonces 18 años.

En la introducción, decía que no hallaba, en la literatura española ni en la sudamericana, una “figura más curiosa e interesante” que la de Wilde. Y la estudiaba “no sólo por el atractivo delicioso que siempre, desde la infancia, tuvo para mí, sino impulsado, además, por la creencia sincera de que con ello reparamos una injusticia”.

Opinaba que, “olvidado por sus contemporáneos, Wilde es un desconocido para la joven generación”, y que “acaso ésta lo juzgue erróneamente a través de la anécdota dudosa, o de alguna frase que por su misma impudencia está declarando la intención calumniosa. Si alguien dijo, con razón, que saber olvidar era la gran ciencia de nuestro pueblo, que alcancen para sus errores los beneficios de esa hermosa virtud argentina. Que si en verdad hay algunas horas brumosas en su agitada vida, no es menos cierto que otras deslumbran por su brillo”.

A criterio de Ponce, “en esta saludable tendencia que nos incita a volver los ojos hacia nuestros clásicos, Wilde debe tener también su puesto”.