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PAUL GROUSSAC. Monumento al gran escritor franco argentino, en los jardines de Palermo. LA GACETA / ARCHIVO

En el opúsculo de Groussac de 1873.


En “Los jesuitas en Tucumán” (1873), Paul Groussac, entonces residente -hasta 1883- en esta ciudad, abría su opúsculo con descripciones de nuestro paisaje, nuestro clima y nuestra gente. Por ejemplo, ofrecía “un bosquejo de un día de invierno en Tucumán”.

Entonces, el sol “recorre un cielo invariablemente azul y sin nubes; allí, al horizonte, la cresta ondulada del Aconquija se confunde con el matiz celeste, un poco pálido, del occidente”. Esa montaña, “con su frente encanecida y su base sombría, es una imagen colosal del destino del hombre, cuya alma vive en el cielo como en su patria, mientras sus pies, es decir sus miserias físicas, lo detienen en el suelo, en el barro terrenal”.

Había que salir a unas cuadras de la ciudad. Por todas partes, “se extienden los dorados campos de caña de azúcar, donde hormiguea la población cosechera; las hermosas quintas de naranjos cuya flor alfombra el suelo umbrío”. Y “en el silencio, de vez en cuando, una fruta dorada se desprende de la rama y cae al soplo del céfiro”.

A estos encantos debía añadirse la facilidad de la vida. “No existe hombre laborioso y de medianas facultades que no pueda conquistarse una existencia independiente”, escribía. Y no era ocioso recordar que “el pueblo de esta provincia, si bien de origen español la mayor parte, ha sido templado siete veces en las sangrientas ondas de la guerra civil para llegar a la apacible libertad”.

Esto porque “parece que Dios, condenando al hombre a ganar el pan con el sudor de su frente, condenó también los pueblos a que su árbol de libertad no diera frutos duraderos, sino después de ser regado con la sangre de sus venas”.