Las disquisiciones de Alberto Torres.
A “la palabra Tucumán, vista de atrás, con un ángulo de incidencia de 45 grados, dan ganas de acariciarla, pasarle la mano por el lomito de la N; es el anca graciosa de una potranca, da miedo acercársele, una coz viva, ligera, va a estallar”. Así escribía el médico Alberto Torres (1895-1972), en su curioso libro “Aquí, en Tucumán”, de 1931, que prologaba el rector de la UNT, Julio Prebisch.
“Uno dice ‘Tucumán’ y se queda tranquilo; tiene virtudes terapéuticas: en caso de disnea, opresión en el pecho o ahogo, yo receto decir Tu-cu-man, una vez cada tres horas, sin acento, porque rasparía la garganta, y ése es el tábano. En los dolores de cabeza, es más activa que la aspirina; hay que tomarla disuelta, con una única precaución: la palabra Tucumán, puesta en el agua, zambulle, juega, nada, hasta en temperaturas de 40 grados; lo que se observa fácilmente por el palito de la T que sobresale y el movimiento de sus patitas laterales”.
Aseguraba Torres: “yo llevo siempre una palabra Tucumán en la mano; entretiene amasarla continuamente, como goma-miga de pan; se chista a un amigo, tirándole una miguita para llamarlo; sustituye al chicle con ventaja, porque blanquea los dientes y deja un olor agradable en la boca”.
La palabra “Tucumán” vista “tres cuartos de frente, parece un ferrocarril; si se le prolonga la cola, o se le traza una cola a la N y se tira adelante el cogote de la T, parece un plesiosaurio”. Vista a lo largo, como de la escribe, parece “un cañaveral por el mes de octubre; la T es un naranjo en el extremo de un surco”.