A comienzos del siglo XX, Belisario Roldán era considerado el príncipe de los oradores argentinos y embobaba a los públicos. Estuvo en Tucumán en los inicios y también en los finales de su carrera, que se cerró con el suicidio.
Para el argentino del tercer milenio, el nombre de Belisario Roldán no significa absolutamente nada. El reciente “Diccionario de autores latinoamericanos” de César Aira ni siquiera lo menciona, en sus más de 600 páginas. Muy distinta cosa ocurría al comenzar el siglo veinte. Roldán era entonces el más deslumbrador de los oradores argentinos y un afamado poeta popular. En las escuelas se enseñaban sus versos pegadizos: “¡Caballito criollo del galope corto,/ del aliento largo y del instinto fiel!/ ¡Caballito criollo que fue como un asta/ para la bandera que anduvo sobre él!”
Roldán nació en Buenos Aires en 1873. Se recibió de abogado, pero prefirió el periodismo. Se hizo conocer como orador antes de los veinte años y en 1902 fue elegido diputado nacional. En 1905 pasó varios meses en Tucumán, como secretario de la intervención federal de Domingo T. Pérez.
Poeta en Tucumán
En nuestra ciudad causó revuelo. Por mucho tiempo la tradición recordaría sus noches de bohemia con abundantes tragos, cuando recitaba poemas, al amanecer, ante la admiración de los jóvenes literatos. Encantaba también por su “espíritu travieso, aficionado a agudezas, de ingenio burlesco y cáustico”. En los álbumes de las niñas tucumanas dejaba caer estrofas ardientes.
Claro que, a veces, su literatura llegaba a inquietar. Las damas le pidieron, en una ocasión, que disertara en la fiesta del Teatro Belgrano, sobre el tema “El amor es Dios”. Luego, el diario “El Pueblo” criticó severamente su discurso donde, decía, “divinizó el amor del corazón, presentándonos sus pasiones como soberanas y haciendo caer la moral al empuje irresistible del placer omnipotente”.
Sólo la literatura
Roldán estaba en Tucumán con licencia de su banca en el Congreso. Cuando quiso ser reelegido, se encontró con que el partido establecía cotizaciones para quienes aspiraban a ser otra vez candidatos. Habló entonces con desdén de la “dinerocracia” y anunció que se apartaba para siempre de la política, “donde reina la venalidad más absurda, más seca, más procaz, más helada”. Luego de estas enfáticas declaraciones, se alejó de Tucumán en febrero de 1906.
Puesto que no quería más política, se dedicó de lleno a la literatura y a la oratoria. Su hora más gloriosa llegaría cuando viajó a Francia, para representar a las Fuerzas Armadas en la inauguración del monumento a San Martín en Boulogne-sur-Mer. Allí pronunció la entonces célebre pieza que empezaba: “Padre nuestro, que estás en el bronce”…
Lo llamaban “Pico de oro” y “El Demóstenes argentino”, por esa oratoria que, si hoy sonaría de sobra pomposa y recargada, encajaba perfectamente con el estilo de su tiempo.
Milagro de la palabra
Dice Manuel Ugarte que Roldán “cultivaba la imagen esplendorosa, el párrafo desbordante, el milagro musical de la palabra que, sin expresar nada, arrebataba las multitudes”. Reconoce que los jóvenes “admirábamos a Roldán como se admiran las plumas del pavo real o el atardecer del trópico”.
En cuanto al físico, Vicente Cutolo lo describe “pequeño de estatura con los ojos saltones, elegante, de bigote pequeño que lo hacía muy joven, no obstante la precoz calvicie apenas atenuada por unos pocos cabellos sobrevivientes”. En los discursos, “su cara revestía en el acto una austeridad severa, las demarcaciones que la tensión del tic oratorio excavaba, a la vez que el abultado globo de los ojos velaba su negrura con grave caída de párpados”. Lograba también sus efectos avanzando y retrocediendo sobre el escenario.
Desde 1915 se dedicó a escribir obras de teatro y llegó a componer una treintena. Las más exitosas fueron “El puñal de los troveros” y “El rosal de las ruinas”. Los estudiosos consideran que esta última fue “la más definida expresión, dentro de nuestro teatro, de la poesía dramática postromántica”. Ugarte apunta que, “persiguió, a raíz de amargas desilusiones, una evasión o un consuelo en el teatro y empezó, tardíamente, a buscar un desquite, produciendo dramas en verso con claras reminiscencias de Echegaray, pero constelados siempre de rasgos felices”.
Vuelta a Tucumán
Los años fueron pasando y la aureola de Roldán empezó a palidecer, a la vez que su salud flaqueaba. Dieciséis años después de su primera estadía regresó a Tucumán. Venía con su esposa, Arnolda Brinkmann, y con la compañía teatral de José Gómez, que ponía en escena en el Teatro Alberdi “El puñal de los troveros”.
A pesar de que estaba un tanto arrugado y debía usar anteojos permanentes, conservaba su atildamiento, aun cuando fuera -como anota Ugarte- “con la ayuda de trajes fogueados y claudicantes, pero de buen corte”. Y el zapato de tacón alto, para ganar algunos centímetros de estatura. Se alojó en el Savoy y a la noche fue al Alberdi. Al concluir “El puñal de los troveros” subió al escenario de smoking, con una mano en el bolsillo y en la otra una larga boquilla en cuyo extremo humeaba el cigarro.
De pie y con el elenco como fondo, saludó a Tucumán, “a esta villa -dijo- en la que pasé una de las horas más agradables de mi juventud”, y de la cual evocaba “la variación y perfume de sus flores, la belleza y el encanto de sus mujeres”. Dos días después, ante los periodistas, recordó los tiempos de la intervención Pérez. “Los viejos amigos de entonces, todos han desaparecido ¡Y eran tan jóvenes!”.
Dedicó un autógrafo a LA GACETA con idéntica melancolía. “Cuántas vidas se han apagado… Evoco a don Ernesto Zavalía, con sus modos de gran señor y su gravedad cordial; a don Lucas (Córdoba) el gran caudillo sonriente y agudo; a don Luis Nougués y a muchos otros que fueron mis amigos y duermen ahora el sueño eterno. Pero la primavera sigue retoñando en los ramajes y la renovación, que es ley de la vida, embellece de armonías nuevas el encanto de la fronda.”
Solamente 14
El primer día, los diarios titularon a cuatro columnas la información de su llegada. Después, relegaron a Roldán a unos pocos centímetros en la columna “Social”. Y cuando el 15 de mayo se realizó el banquete organizado en su honor, apenas catorce personas, incluido el poeta, se sentaron a la mesa. Y del grupo, apenas cuatro tenían algo que ver con la literatura o con el teatro.
El joven Samuel Eichelbaum, entonces periodista de “El Orden”, habló al descorcharse el champagne. En el brindis alguien reparó que sólo eran catorce personas. Abelardo Bazzini Barros, allí presente, narra que “Roldán, con cierta amargura y al mismo tiempo regocijado, exclamó: ‘¡No había reparado el número de los presentes, pero ya que somos catorce, catorce versos tiene un soneto, y para un poeta es mucho brindarle un soneto!”.
Un balazo
Al día siguiente, Roldán y su señora tomaron el tren. El poeta dijo a los periodistas que iría a Córdoba a descansar y a preparar una obra nueva, que representaría Angelina Pagano. Tres meses después, el 17 de agosto, Belisario Roldán terminaría con el suplicio de su enfermedad pulmonar descerrajándose un balazo en Alta Gracia. “Era bueno Roldán, generoso y limpio. Jugó hasta el fin, como un colegial, con las incidencias de la cosecha diaria”, escribiría su amigo Manuel Ugarte.