Entre 1875 y 1881 funcionó en Tucumán una Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Políticas, creada como “plantel de la Universidad Provincial que se fundará después”. La falta de presupuesto terminaría con la ambiciosa institución.
La Universidad Nacional de Tucumán celebra este año el centenario de la ley, proyectada por Juan B. Terán, que la estableció; y dentro de dos años conmemorará el siglo de su apertura efectiva. Pero no es muy conocido que hace 137 años los tucumanos ya se propusieron tener una Universidad; que la iniciaron con una Facultad, y que funcionó durante un lustro, en cuyo transcurso produjo graduados. Pero todo se vendría al suelo por la indiferencia de la Provincia y de la Nación. Lo que sigue es la historia.
En 1872, el Ministerio de Instrucción Pública autorizó al Colegio Nacional de Tucumán a dictar “cursos libres” de Derecho en el establecimiento. El propósito era “difundir y vulgarizar los conocimientos legales, entre las personas deseosas de instrucción”. Pero, en realidad, se pensaba ir más lejos. Al inaugurar el segundo “curso libre”, en 1872, uno de los profesores, el doctor Arsenio Granillo, decía a los alumnos: “En vosotros se ensaya la futura Universidad del Norte, que responde a una necesidad sentida en esta parte de la República”. Granillo, inclusive, se había tomado el trabajo de redactar e imprimir un “Curso de Derecho Internacional Privado”, para texto de sus discípulos.
La “futura Universidad”
Con estos antecedentes fue que, en 1875, el gobernador Belisario López presentó a la Legislatura el proyecto de creación “de una Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Políticas, que servirá de plantel a la Universidad Provincial que se fundará después en esta capital“.
La casa otorgaría títulos de “licenciado” y de “doctor en Jurisprudencia”, previos los exámenes y formalidades de tesis. Aprovechando los “cursos libres” que se estaban dictando, el segundo artículo de la ley estipulaba que “interin la Facultad pueda dotarse del cuerpo docente necesario, adoptar un plan definitivo de estudios y darse una existencia propia e independiente, acéptase el plan de estudios y el cuerpo docente del Colegio Nacional, que se reputarán como de la misma, al efecto de la colación de grados”.
El proyecto fue sancionado sin demora, y el 28 de septiembre de 1875 el gobernador López lo promulgó como ley de la Provincia. Se confió la organización a un comisionado, el doctor Benjamín Paz, futuro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Constituido el “directorio” de la casa, se designó rector al mismo Paz; vicerrector, al doctor Uladislao Frías, y censores, a los doctores Tiburcio López, Angel M. Gordillo, Ignacio Lobo y Delfín Oliva. La secretaría fue confiada al doctor Ángel Pereyra, y la Facultad empezó a funcionar.
Los primeros años
Hay que advertir que, a pesar de ser la Facultad una creación provincial, en los hechos venía a depender de la Nación, ya que hasta tanto pudiera manejarse sola -y el “reglamento” lo decía claro- utilizaba el plan de estudios de los “cursos libres” y personal del colegio, así como su local. En el presupuesto de la Provincia no había partida para costear la Facultad, ni para pagar a los profesores. Todo esto terminaría hiriendo de muerte a la creación. Los legisladores tucumanos, muy entusiasmados con su futura Universidad, fueron románticos por una vez, y no previeron que sin dinero no hay creación cultural que tenga vida posible.
En la “Memoria” de 1877, el directorio informaba que acababa de terminar el último año de los “cursos libres” donde ya tuvo injerencia la Facultad. Añadía que “muchos alumnos” fueron a completar la carrera en Buenos Aires y doctorarse allí, y que la Universidad de Córdoba admitió los certificados tucumanos de exámenes. Había dos estudiantes, Belisario Saravia y Agustín López, que completaron la carrera en Tucumán. Presentaron, respectivamente, las tesis “El comercio de banca” y “El matrimonio”, rindieron las pruebas y obtuvieron la licenciatura. Andaban en trámites para el doctorado, pues tenían “opción para el examen de procedimiento y demás ramos del último curso”. Sus tesis ya estaban en secretaría: la de Saravia era “Procedimientos judiciales para los jueces de paz” y la de López se titulaba “Estudio sobre intervenciones”.
Una treintena de alumnos
El gobernador Federico Helguera, en su mensaje de 1880, se felicitaba por el crecimiento de la matrícula provincial de abogados. Destacaba que “los doctores Saravia y López, recibidos en esta provincia, han sido incorporados a ella después de las formalidades legales”.
Entre 1876 y 1880, aproximadamente una treintena de jóvenes siguió los cursos de la Facultad y rindió allí exámenes. Aunque se conserva muy incompleta documentación, consta también que se graduó el doctor Francisco Argüelles. Varios de los alumnos obtuvieron luego títulos de abogado en Buenos Aires o Córdoba:
Abraham de la Vega, Martín S. Berho, Delfín B. Díaz, Benjamín Zavalía, Darío Arias, Napoleón Vera, Evaristo Barrenechea, José Antonio García, Emilio Terán, Osvaldo González Sorol, Miguel Romero, Benjamín Palacio, Francisco L. García, Eugenio Méndez, Fabio López García.
Si tenemos en cuenta que Zavalía y Palacio venían de Santiago, y Arias de Salta, se advierte que la Facultad atraía a los jóvenes de las provincias vecinas, exactamente como querrá atraerlos, cuatro décadas más tarde, Juan B. Terán a la Universidad de Tucumán.
La enseñanza
Según el “reglamento”, se dictaba en la casa Derecho Civil, Mercantil, Criminal, Internacional Público, Internacional Privado, Canónico, Romano, Economía Política, Constitucional y Procedimiento Forense. El directorio había acordado que “mientras se establezca una asignatura especial sobre ‘Introducción al estudio del Derecho’, cada profesor la dicte en su respectivo ramo”.
Las clases eran obligatorias: quien superaba las 25 faltas anuales perdía el curso. Los profesores fueron destacados jurisconsultos: los doctores Angel M. Gordillo, Ignacio Lobo, Agustín Justo de la Vega y su hijo Agustín, Miguel M. Nougués, Juan Manuel Terán, Arsenio Granillo. Las mesas examinadoras se integraban con ellos y con todos los abogados de la matrícula.
Dijimos que Granillo escribió y editó un libro de texto. Según el doctor Ernesto Padilla, también Gordillo compiló en libro sus lecciones de Derecho Mercantil y de Derecho Penal. “Yo he visto ejemplares en bibliotecas de profesores de Derecho de Buenos Aires, a quienes he oído hacer referencias a sus opiniones”, evocaba. Los profesores debían prestar sus libros a los alumnos, ya que la casa carecía obviamente de una biblioteca.
Cátedras “ad honorem”
El oxígeno oficial siempre faltó a la institución. Al principio, por el confuso maridaje entre ella y los “cursos libres” -tolerado por el Gobierno Nacional- los profesores enseñaban gratis para la Facultad, pero rentados para los “Cursos libres”. La curiosa combinación funcionó hasta 1876, año en que la Nación, por economías, dispuso retirar esos sueldos del presupuesto.
El entusiasmo de los catedráticos los hizo seguir dictando clases sin cobrar, aunque esperaban que luego se restableciera la dotación. No ocurrió así. Además, los “cursos libres” desaparecieron y quedó en pie la Facultad, a la que el Gobierno de la Provincia no destinaba un solo peso.
En 1877, al aceptar el rectorado, el doctor Ángel M. Gordillo recordaba que “la vida y sostenimiento de la Facultad está librada a los esfuerzos individuales, al solo aliento de sus propios miembros”. Y que con eso, “el espíritu se retempla, recordando las antiguas escuelas de Derecho, libradas también al solo esfuerzo de sus maestros”.
En un editorial, en noviembre de ese año, el diario “La Razón” señalaba que la Facultad corría “peligro de desaparecer”, por falta de medios.
Veto del ministro
Gordillo insistió ante el Gobierno de Tucumán. Puesto que la Facultad se había creado “bajo la base del sostenimiento de las aulas de Derecho en el Colegio Nacional”, le pedía que gestionara ante el poder federal la restauración de éstas. No tuvo éxito y la enseñanza continuó “ad honorem”.
El 30 de noviembre de 1880, el presidente Julio Argentino Roca dispuso cerrar todas las escuelas de Derecho anexas a los Colegios Nacionales del país. Consideraba, entre otras cosas, que en todas se dictaban clases gratuitas, sin sujetarse a plan de estudios alguno. Claro que hacía excepción con las de Santa Fe y Tucumán, “que han fundado y costean las provincias… sin que sea necesario acordar facilidades mayores a esta profesión que pesa ya desastrosamente en la instrucción y en la vida pública”.
Pero el 18 de de enero de 1881, el ministro de Instrucción Pública, doctor Manuel D. Pizarro, en nota al rectorado del Nacional, expresó que aquella milagrosa excepción se había filtrado, por ignorar que los cursos se dictaban en el Colegio y bajo su disciplina. Enterado de que así era, ordenaba que la situación cesara de inmediato.
Una secreta vergüenza
La Facultad debió entonces abandonar el local del Nacional y alquilar otro. Pero estaba ya sentenciada. A la falta de medios vino a agregarse la negativa de la Universidad de Córdoba a reconocer sus títulos (con lo que modificaba el criterio inicial) aunque la Universidad de Buenos Aires los aceptaba.
A fines de 1881 ya no pudo renovarse el directorio. Finalmente el rector Gordillo, decepcionado, elevó al Gobierno de la Provincia un inventario de los bienes de la casa, para que les diera “el destino que crea conveniente, en mérito de haber dejado de existir la institución”.
Cuando se trató el asunto en la Legislatura, no hubo una sola voz que pidiera una protección para la casa: simplemente, el 1 de abril, se procedió a derogar la ley de creación. Así desapareció la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Políticas de Tucumán. Por sus programas, por la calidad de sus profesores y por su proyección hacia una “Universidad del Norte”, merecía mejor destino.
“Los tucumanos tenemos que guardar en secreto la vergüenza de haber sido los primeros en tener una facultad de Derecho en la provincia, que funcionó sin haber creado ambiente en cinco años y desapareció y fue olvidada por la generación siguiente”, escribió melancólicamente Ernesto Padilla.