Impresiones entusiastas de Roberto J. Payró.
En su ameno libro de viajes “En las tierras de Inti” (1909), Roberto J. Payró recordaba con entusiasmo, de su recorrida por el noroeste argentino, la “fama y gloria” de las empanadas tucumanas.
Tal prestigio llegaba “hasta el extremo de que fueran llamadas, a Buenos Aires, mujeres especialistas de Tucumán, para proveer de ellas a las fondas de alto estilo, en cuyos escaparates aparecen a menudo las doradas medias lunas, rellenas de suculento picadillo aromatizado con especias, entre las que se impone y resalta el comino con su peculiar perfume”.
“Nada de tenedor ni de cuchillo”, advertía Payró. “Hay que comer a mano la empanada, pues para que esté a punto es necesario que el interior rebose de caldo, de tal modo que para no derramarlo deba mantenerse verticalmente la pieza y morderla y beberla, como si fuera una taza comestible”.
Apuntaba el cronista que un forastero, a la empanada, “no la ataca sin desconfianza la primera vez que uno topa con ella, por su formidable aspecto, sugeridor de indigestiones. Pero esa desconfianza truécase pronto en simpatía para el que aún no se halla atado a las pócimas digestivas y los estómagos artificiales. Tanto es así, que suele aparecer en las mesas más delicadas, junto a los refinamientos de la cocina francesa”.
Así, “en un almuerzo que M. Clodomiro Hileret ofreció al ministro Frers (Emilio Frers, primer titular de la cartera de Agricultura de la Nación), en su palacete de Lules, figuraron unas empanadas que casi oscurecían el resto del menú, confeccionado, sin embargo, a la alta escuela”.