La “gran historia de amor” del siglo XX quedó consumada cuando el rey Eduardo VIII de Gran Bretaña abdicó para casarse con la norteamericana Wallis Warfield, desafiando todos los obstáculos.
Es difícil negar, al caso del rey Eduardo VIII de Inglaterra y la norteamericana Wallis Warfield, el carácter de “la gran historia de amor” del siglo que pasó. Ocupó la primera plana de todos los diarios, tuvo en vilo en Gran Bretaña a la Casa Real, al Ministerio y al Parlamento, y dividió de modo tajante la opinión pública, con una fantástica repercusión internacional. Millones de artículos, libros y películas habrían de ocuparse de este romance, entonces y después.
Bessie Wallis Warfield, como era su nombre completo, nació en 1896 en Blue Ridge Summit, Pennsylvania, sobre el límite con Baltimore. Sus padres, Teackle Wallis Warfield y Alice Montague, no eran ricos pero pertenecían a viejas y distinguidas familias de esa zona. Se educó en el exclusivo internado de Oldfields, en Baltimore, y luego inició la usual ronda de fiestas, de bailes y de pequeños romances.
Boda, divorcio y boda
La linda y exitosa Wallis no era alta, pero su delgadez parecía darle mayor talla. “Su mandíbula era demasiado cuadrada y sus cejas demasiado espesas, pero sus pómulos eran notables y tenía una hermosa frente”, la describe el historiador Ralph Martin. Peinaba su pelo castaño “con raya al medio, apartado de la cara en suaves ondas y prendido en dos rollos que se entrecruzaban”. Cierto dramatismo tornaba inconfundible su voz de tono bajo. “El más notable de sus rasgos físicos eran los ojos, de azul violeta cambiante y con una especie de atractivo magnético”.
Tenía veinte años cuando se casó con el teniente Earl Winfield Spencer Jr., un militar apuesto y bebedor. El matrimonio no tuvo hijos y a poco andar empezaron los problemas. Tantos, que desde 1922 Wallis hacía su vida: ese año se enredó en un notorio y apasionado amorío con Felipe Espil, primer secretario de la Embajada de la Argentina en Washington. En 1924 vivió en China, en un intento de reconciliación con Spencer, allí destinado. Pero no funcionó. Cuando en 1927 se divorciaron, procedió a casarse meses después con el culto y refinado Ernest Aldrich Simpson, ejecutivo en la empresa naviera de su padre. No había un amor enloquecido, pero Simpson -también divorciado- significaba la seguridad.
El rey flechado
Casada con él estaba cuando, a fines de 1930, conoció al príncipe de Gales, Eduardo de Windsor, hijo mayor de Jorge V. El heredero del trono era soltero y afecto a las historias amorosas, en especial la larga que mantenía con lady Thelma Furness. Pero todo quedó atrás con el flechazo que experimentó al conocer a la señora Simpson. Según muchos testimonios, lo que más le atrajo era que lo escuchaba, que lo hacía reír y que lo cuidaba del cigarrillo y de los tragos. Pronto se convirtió en inseparable del matrimonio Simpson. Iba a diario a su casa, los invitaba a comidas y cruceros y no disimulaba su fascinación por Wallis. Un día de 1937 se franqueó ante Simpson y éste no tuvo más remedio que aceptar una realidad que hacía tiempo sospechaba.
El problema era que Jorge V había muerto el 20 de enero de 1936, y por lo tanto el príncipe -con el nombre de Eduardo VIII- era el rey de Gran Bretaña: la ceremonia de su coronación estaba programada para mayo de 1937. La relación con Wallis no podía mantenerse en secreto. Estalló en los periódicos, primero en los norteamericanos y después en los ingleses. La familia real rechazó con todas sus fuerzas a Wallis, y el problema se tornó candente cuestión de Estado.
La abdicación
El rey tenía muy pocas opciones. La primera, que descartó de plano, era renunciar a Wallis. Otra era casarse con ella, contra la opinión del primer ministro Stanley Baldwin y del Parlamento: pero en ese caso renunciaría el gobierno y no parecía sencillo armar otro. Tampoco el Parlamento aceptó ni siquiera considerar un matrimonio “morganático” (donde la esposa no tiene rango y tampoco sus hijos). Y quedó como una fantasía la posibilidad -que llegó a sopesar Churchill- de formar un “partido del rey” que secundara la decisión del monarca. La opción final y más dura era abdicar, y que la corona pasara a su hermano Alberto.
No tuvo más remedio que optar por esto último. El 10 de diciembre de 1936, en un escrito de diez líneas, “Eduardo VIII, de Gran Bretaña, Irlanda y los Dominios Británicos allende los mares, Rey y Emperador de la India”, declaraba “mi irrevocable determinación de renunciar al trono para mí y para mis descendientes”, ante la conmoción general. Al día siguiente, por radio, explicó que “no me era posible llevar la pesada carga y desempeñar mis deberes como rey, como deseaba hacerlo, sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo”. Años más tarde, el ministro Baldwin diría que “el que escriba sobre la abdicación, debe dar al rey todo lo que merece. No se podía haber portado mejor de lo que lo hizo”.
Marido y mujer
El ex rey consideró como una bofetada, que nunca olvidó ni perdonó, la decisión del Gabinete -basada en la insistencia de los Dominios, sobre todo Canadá y Australia- de aclarar que el título de “Alteza Real” que le correspondía como ahora duque de Windsor, era “personal” y no comprendía “a su esposa ni a sus descendientes”.
Para evitar problemas legales, el duque permaneció en Austria y Wallis en Cannes, mientras esperaban el decreto de divorcio, que llegó el 3 de mayo de 1937. Un mes más tarde, el 6 de junio, se casaban en el castillo de Candé, en el valle de Loira. Ningún representante de la familia real asistió a la ceremonia: semanas antes, por radio, el ex rey había seguido la coronación de su hermano con el nombre de Jorge VI.
Tras la luna de miel, la pareja hizo una visita a Berlín, y fueron agasajados por Adolfo Hitler. El gobierno inglés juzgó imprudente el paso y con razón: las relaciones con Alemania eran tensas, y corría un insistente rumor sobre presuntas simpatías nazis del duque. Este las desmintió siempre, alegando que lo único que buscaba era evitar la guerra. Le advirtieron además que debía bajar su perfil, ya que el centro de la escena correspondía ahora a su hermano.
¿Simpatías fascistas?
Inglaterra declaró la guerra a Alemania en septiembre de 1939. El duque viajó a Londres y pidió a su hermano alguna función oficial. Lo único que logró fue el oscuro destino de enlace militar en París. Y los rumores de sus simpatías fascistas crecieron con motivo de su viaje a la España de Francisco Franco, cuando la invasión alemana lo obligó a dejar París. Corría 1940 cuando lo designaron gobernador de las Bahamas. Decepcionado, cumplió lo mejor que pudo el decorativo cargo, al que dimitió con concluir la guerra. El gobierno inglés no cesaba de mostrarle los dientes, y nunca lograría ser embajador en Estados Unidos, país que visitaba todos los años.
En 1950, los Windsor compraron una casa en París y luego una finca en el campo. Wallis decoró con su refinado gusto ambas propiedades. Todos los que la conocieron coincidían en la enorme distinción de su personalidad. Tenía una conversación llena de interés y salpicada de réplicas oportunas. Y el duque la adoraba. No podía estar un momento sin ella.
Extraño interludio
La biografía de Martin marca un “extraño interludio” en la vida de la pareja. Hacia 1950 se convirtió en amigo inseparable de los duques el apuesto Jimmy Donahue, heredero de la fortuna Woolworth, bisexual y con fama de “playboy”. Los acompañaba a todas partes y muchas veces Wallis aparecía sola con él en las fiestas. Pero la amistad se interrumpió súbitamente en 1955.
Los años siguieron transcurriendo. Los Windsor paseaban su elegancia melancólica por los sucesos del “jet set” internacional. La corte mantenía intacto su desdén por Wallis. Así, el duque concurrió solo a las exequias de su madre (1951) y de su hermano Jorge VI (1952). En 1967, la reina no tuvo más remedio que invitarlos a Londres, cuando se colocó la placa recordatoria de la abuela María. Así, los duques se alinearon junto a Isabel II y Felipe, en una fría ceremonia.
Las muertes
Al iniciarse 1970, el duque contrajo el cáncer. Entonces, Isabel II modificó el plan de una gira y decidió ir a visitarlo con Felipe: le fue difícil reconocer al apuesto tío en ese caballero flaquísimo, ya a las puertas del sepulcro.
La muerte llegó diez días después, el 28 de mayo de 1972. Sus restos fueron llevados a Londres e inhumados con todos los honores. Por primera vez, la corte dio lugar de duquesa a Wallis, y la alojaron en el palacio de Buckingham. Pero, ni bien enterrado el duque, avisó a Isabel II que quería regresar de inmediato a París. La reina preguntó por qué. “Porque quiero irme”, fue la seca respuesta.
Wallis murió el 24 de abril de 1986, a los 90 años, y sus restos descansan junto a los del duque. “¿Qué rey de la historia había renunciado a su trono por la mujer amada? Muy pronto ya no habría reyes ni tronos. Pero si en este mundo que cambia continuamente todavía hay lugar para el amor, entonces su historia será única”, escribe Ralph Martin para cerrar su libro.