Esposa de Nicolae Ceaucescu, “hombre fuerte” de Rumania de 1965 a 1989, la temible Elena vivió obsesionada por los diplomas. Audaz y pedigüeña, terminó ejecutada junto a su marido.
Durante 24 años, el dictador Nicolae Ceaucescu condujo Rumania con mano de hierro, hasta que fue derrocado, juzgado y fusilado por un alzamiento. Un papel clave jugó, en esa aventura extendida por casi un cuarto de siglo, su esposa Elena. El reciente libro de Diane Ducret, “Las mujeres de los dictadores”, narra documentadamente la historia de la singular y temida mujer.
Su nombre verdadero era Lenuta Petrescu; era hija de campesinos y había nacido en 1916 en el caserío de Petresti, en Valaquia. Después de darle una educación elemental, los padres la mandaron a Bucarest a trabajar. Halló un tiempo empleo en un laboratorio y luego en una fábrica textil. Era una rebelde y pronto se acercó a los obreros y al Partido Comunista. En 1939 se relacionó con un fervoroso militante, el aprendiz de zapatero Nicolae Ceaucescu quien, recién librado de la cárcel, vivía en la clandestinidad. Era dos años menor que ella y oriundo de misma región de Valaquia.
La pareja en el poder
Como la policía perseguía a Nicolae, la pareja debió pasar largo tiempo huyendo. En 1940, durante la guerra, Ceausescu fue capturado e internado en el campo de Targa Jiu. Allí trabó gran amistad con un líder, el ex ferroviario Gheorghiu Dej. Éste pudo fugarse y, al imponer los soviéticos su régimen a Rumania, se convertiría en el “hombre fuerte” del país. En cuanto a Ceausescu, la protección de Gheorghiu lo encumbraría a secretario de la Unión de Juventudes Comunistas.
Ni bien liberado, Nicolae busca y encuentra a Lenuta. No le importa que ella haya adquirido reputación de mujer fácil: eran cosas de la guerra. Se casan en 1947 y, en el acta, el nombre de Lenuta es cambiado por Elena para siempre. En 1965, Ceausescu se convierte en el número uno de Rumania: al morir Gheorghiu lo consagran secretario general del Partido Comunista.
Pronto quiere mostrar autonomía frente al bloque soviético: se relaciona con el mariscal Tito, de Yugoslavia, y luego con el todopoderoso Mao, de China, para cultivar la imagen de “un líder responsable y respetable”. Y mientras él “quiere que Rumania exista en el tablero diplomático internacional, Elena quiere conquistar una credibilidad intelectual”.
Ambiciones científicas
Es que su breve y humilde trabajo inicial en el laboratorio le ha inoculado el virus de una carrera científica de química. Por cierto que carece en absoluto de formación y no es capaz de estudiar. Pero no importa. Empieza a cubrirse de diplomas, todos ellos de oscuro y ridículo origen. Los químicos verdaderos se ríen ocultamente de esas ambiciones. Su marido le otorga rangos pomposos creados especialmente para ella: presidenta de la Sección Química del Consejo Supremo para Economía y Desarrollo de Rumania, presidenta del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y similares.
Va más lejos. Quiere doctorarse y defender una tesis. Presenta una con el título “La polimerización estereoespecífica del isopreno en la estabilización de los cauchos sintéticos”. Los profesores, atónitos, quieren asistir al acto académico. Pero cuando llegan a la Universidad, les informan que ya defendió y aprobó la tesis el día antes. Después se sabrá que el eminente catedrático Christoph Simonescu quiso rechazar de entrada el trabajo, pero que un colega avispado, Corolian Dragulesco, lo encomió como maravilloso. Esto le valdría el ascenso a rector, mientras Simonescu desaparecía.
Caprichos de pedigüeña
Su marido la nombra presidenta del Consejo Nacional de la Cultura Socialista y de la Educación. Pero ya también aspira a la conducción política. En 1980 se convierte en vice primer ministro, o sea en el número dos del régimen. Según Ducret, en su viaje a Buenos Aires de 1973, la había impactado el hecho de que María Estela Martínez de Perón fuera vicepresidenta del país que presidía su marido.
Elena es envidiosa y vengativa. Logra defenestrar al canciller Corneliu Manescu, porque su mujer es bella y elegante. Hace pinchar los teléfonos de otro jefe de la diplomacia, Stephan Andrei, hasta que descubre que su esposa Violeta, una joven actriz, le es infiel: lo saca del cargo y lo reemplaza con un amigo.
Tiene increíbles caprichos y una descarada audacia de pedigüeña. Cuando Hussein de Jordania los invita a un crucero, declara que quiere que el rey le regale el yate en que viajan. Hussein no tendrá más remedio que hacer construir otro igual y enviárselo. No trepida en pedir autos de regalo a la cancillería alemana, y vestidos de alta costura a la cancillería francesa, y los consigue. Claro que con Jimmy Carter, el presidente de Estados Unidos, no tendrá tanta suerte: no le concede un doctorado “honoris causa” que gestiona en la Universidad de Washington, y tampoco logra que la señora Carter le obsequie un abrigo de visón.
Terror a los gérmenes
Al cumplir 60 años, en 1979, se multiplican los homenajes a Elena como “gran mujer intelectual”. Le otorgan la Estrella de la República Socialista de Rumania. Ya atesora 74 grotescos títulos universitarios. Sus libros -redactados quién sabe por quién- se han traducido a 19 idiomas. Resuelve proclamarse militante de la paz: postula el desarme nuclear y gestiona sin éxito el Premio Nobel por ese gesto.
El partido la nombra “Héroe de la Patria”. Incluso corre el rumor de que está entre sus planes desbancar a Nicolae, con quien tiene tres hijos: una mujer, Zoia, y dos varones, Valentín y Nicu. Dirige la investigación científica y médica del país, pero nadie la toma en serio en el exterior. Se sabe que es paranoica respecto a los microbios: si debe besar niños, exige que se les haga un control médico previo.
Los Ceaucescu edifican, para su residencia, un imponente palacio de 45.000 metros cuadrados. Aislados allí, no perciben el peligro que empieza a cernirse sobre ellos desde el otoño de 1989. Es que, con la “perestroika”, el régimen soviético se ha abierto y empieza a licuarse.
Final en Navidad
Rumania es la única isla de estabilidad en las inmediaciones, pero por poco tiempo. Los alzamientos populares se inician en Timisoara y empiezan a adquirir alarmante magnitud al promediar diciembre. Ceausescu los reprime con dureza: muere mucha gente pero no logra detenerlos. De pronto, el dictador advierte que ha perdido el control sobre el ejército y la policía. Intenta escapar con Elena pero son detenidos. El nuevo hombre “fuerte”, Ion Iliescu, forma un tribunal militar para juzgar en forma sumarísima a la pareja.
Todo ocurrirá en un solo día. El 25 de diciembre de 1989, el fiscal pide la pena de muerte contra los Ceaucescu, por “crímenes contra la humanidad”, que incluyen la muerte de 60.000 personas, además de robos cuantiosos del dinero público. Nicolae rechaza todas las acusaciones a los gritos. Afirma que sigue siendo presidente y que sólo puede juzgarlo la Asamblea Nacional. En cuanto a Elena, los trata de insolentes: “¡Soy miembro de la Academia de Ciencias! ¡Usted no puede hablarme así!”.
La sentencia es de muerte y un pelotón procede a fusilarlos sin más trámite. El locutor de Radio Bucarest, al leer el comunicado oficial sobre la ejecución, no puede contenerse y dice: “¡Qué maravillosa noticia en esta tarde de Navidad! El Anticristo está muerto”.