En los años 60 la redacción del diario era muy distinta a la actual. Sin computadoras ni aire acondicionado, la confección de las noticias se realizaba con una pasión artesanal. Llegábamos a las cinco de la tarde y nos íbamos a cualquier hora de la noche.
En su relato “El Congreso”, dice Borges que “para un muchacho provinciano, ser periodista puede ser un destino romántico”. Es justamente lo que yo pensaba esa mañana de fines de enero de 1962, cuando entré nervioso y emocionado a la galería y crucé la puerta de reja de LA GACETA. Desde el acontecimiento que iba a fijar un rumbo a mi vida, han corrido exactamente cincuenta años. Eso justifica esta evocación y disculpa que la redacte en la odiosa primera persona. Me recibió el director, don Enrique García Hamilton. Con el cariño que me tenía por ser asiduo frecuentador de su casa (he conservado hasta hoy la amistad que anudé de niño con su hijo Eduardo, quien lo sucedería por veinte años en el cargo) me presentó al subdirector, Daniel Alberto Dessein. Sólo lo conocía de oídas, por entonces: pronto seríamos amigos. El me dejó en manos del secretario de redacción, Mario Roque Rodríguez.
Un “14” inolvidable
Después de las cortesías iniciales, el que sería inolvidable don Mario me indicó un escritorio con la máquina Continental, me entregó un par de comunicados para que los sintetizara, y así empezó mi carrera, un caluroso 1º de febrero. Yo era -soy- un pésimo dactilógrafo: utilizo el índice derecho para el tecleo y el pulgar izquierdo para lograr las mayúsculas. Pesaroso de no haber ido a la Pitman, he mantenido invariable tan extraña estrategia, y con ella pasé de la máquina manual a la computadora. Don Vicente Nasca me consoló una vez diciéndome que así escribía Luigi Pirandello. Quiero creer que era verdad.
Guardé por muchos años -y ahora no lo encuentro- el minúsculo recorte de la primera información que escribí en LA GACETA. Era lo que en la jerga de entonces llamábamos “un catorce” (por el número que correspondía a la tipografía del título en nuestro catálogo). Unas diez líneas a una columna, sobre alguna intrascendencia. Pero las leí y las releí al día siguiente como si fuera la noticia más importante.
La redacción del 62
Tengo el más vívido recuerdo de aquella redacción de 1962. Es, como dice Sarmiento, una memoria “a que se apega la poesía del corazón”. En lo alto de la pirámide estaba el secretario general, Enrique R. “Harry” García Hamilton, con su despacho aparte: se hallaba de vacaciones el día en que yo llegué, pero lo conocía desde años atrás. Venía después don Mario, secretario de redacción, y luego Ventura Murga, jefe de noticias.
En los escritorios de los periodistas se sentaban Julio Aldonate, Rubén Rodó, José Ricardo Rocha, Eduardo Arnau, Manuel Felipe Gallo, Roberto García, Héctor Domingo Padilla, Arturo Álvarez Sosa, Ramón Alberto “Tito” Pérez, Roberto Komaid, Néstor Aldonate. Había una sola mujer, Anita González Lelong, que escribía la “Crónica Social”. Aparte de los columnistas porteños, solamente dos redactores tenían el insigne honor de firmar notas: Julio Aldonate, su “Panorama tucumano”, y Julio Ardiles Gray -que tenía el escritorio en el tercer piso- las críticas de cine y de teatro.
Estrépito de teclas
Creo que no omito a nadie de aquel grupo inicial. Ciñéndome únicamente a la década del 60, recuerdo que a poco andar entraron otros periodistas. Algunos estrellas fugaces, como Tiburcio López Guzmán, Hugo Foguet, el boliviano Raúl Ortiz Goering y algunos más cuyos nombres no retuve. Otros vendrían para quedarse mucho tiempo, como Dardo Nofal y Hugo Solarz. Todos los días, el pulcro y silencioso Andrés Villá venía a entregar su famosísima viñeta “La Nota del Día”. También llegaba el peruano Ricardo Chirre Danós, veterano del diario, a dejar los ingeniosos versos de las “Instantáneas”, que firmaba con el seudónimo “Batilo”. Mundo aparte para mí era la sección Deportes, que mandaba don Antonio Benejam, y donde tecleaban sus máquinas los hermanos Elsinger, Harry Gray y Juan Carlos “Chicho” Monti, entre otros. Más allá, al fondo del primer piso, estaba el taller, conducido con férrea mano por don Mariano Carabajal y luego por don Segundo Seidán. En el tercer piso, el silencioso archivo, entonces a cargo de Eduardo Salas. Era un ámbito que luego frecuenté a diario, cuando fueron sus jefes, sucesivamente, Rolando “Rolo” Maris y Ramón Leoni Pinto. De la Corrección de Pruebas, iban y venían José “Pepe” Lacasa, Luis Véliz Toscano, Carlos Varela Avellaneda, entre otros.
Desde lejos se oía el estrépito de nuestras máquinas de escribir. Se agregaba, muy avanzada la noche, la vibración de la gigantesca rotativa, en el sótano. Tipeábamos los textos en el poroso papel “de originales”, sobrante de las bobinas de impresión. Antes de entregarlos a los jefes, pegábamos el extremo inferior de cada hoja y el comienzo de la siguiente, con una pincelada de engrudo.
Parecería innecesario aclarar que faltaba mucho para la impresión en “offset” y para las milagrosas computadoras. Nuestro papel, que el jefe pasaba -leído y visado- al taller, iba a manos de los linotipistas. Ellos convertían lo escrito en esas líneas de plomo con las que los tipógrafos armarían -con arte y velocidad de brujos- cada una de las páginas.
Faltaba un par de años para los aparatos de aire acondicionado, y muchos más para la refrigeración central. El bochorno del verano se combatía con un gigantesco ventilador. Lanzaba un ventarrón de aire caliente sobre los periodistas que, con la corbata floja y el saco colgado en el respaldo (nadie se vestía de otro modo) hacían tronar las viejas Continental. Un par de privilegiados tenían la Olivetti Lexikon 80, con carrocería beige, que nos sonaba a prodigio de la modernidad. Todos los periodistas sabíamos hacer de todo. No había especialistas de nada. Nuestro material se lograba en la calle y a la calle partíamos sin chistar, con la escolta de esos formidables fotógrafos que eran Edmundo Font, Ernesto González y el intrépido Antonio “Negro” Font. Íbamos a pie o en las camionetas que manejaban refunfuñando los hermanos Bonari.
Estilo y curiosidades
Para el trabajo, teníamos unas pocas pero contundentes instrucciones. En primer lugar, que la información debía conseguirse a todo trance. Además, que “no hay noticia que no pueda reducirse a un recuadro”, y que “una noticia no es noticia hasta que no la publica LA GACETA”: mirábamos con desdén el material de nuestro único competidor, el vespertino “Noticias”. Cada cual escribía según su manera, pero el lápiz rojo de los jefes fulminaba cualquier extralimitación.
Creo que había un “estilo” en los redactores de LA GACETA: sobrio, sereno y sin calificativos ni injertos personales. Don Mario llamaba a estos últimos “disquisiciones filosóficas”, aptas solamente para la sección Literaria. Además, había términos que no se utilizaban jamás. Por ejemplo, la palabra “violación” se traducía como “un incalificable atentado”. Otra curiosidad es que, por muchos años, escribíamos “gira” con “j”, no sé por qué. En la calle, tomábamos nuestras notas sobre el mismo “papel de originales”, porque ni se soñaba con el grabador. En 1966, me maravilló la naturalidad con que Tomás Eloy Martínez usaba en sus reportajes ese extraño aparato -un Geloso con cinta abierta- sin miedo de que se le borrara lo grabado.
Diagramas y retoques
Faltaban años para que llegaran los diagramadores. Al diario lo diseñaban los jefes de redacción, con rápidos trazos sobre el “diarito” (como se denominaban las hojas abrochadas que indicaban los avisos y el espacio disponible), más una mirada al catálogo de tipografía, de vez en cuando. A cada rato, se escuchaba un estampido. Era el impacto del tubo neumático que enviaba a Cables, desde el sexto piso, la sección Telecord. En su interior venían enrollados los textos a máquina, desgrabados -por Emilio Vieyra y Germán Driemel– de los cilindros de cera que imprimían, radiotelegrafía mediante, el material de los corresponsales. Ni se soñaba con el “scanner”. Una fotografía defectuosa era retocada por los dibujantes –Arturo Soria, Juan Carlos Pereyra– también en el sexto piso, con hábiles pinceladas de témpera gris o blanca. Entre saltos y trepidaciones, los teletipos iban vomitando kilómetros de hojas con la información nacional e internacional, enviada por Associated Press. En cuanto a las radiofotos, a veces estaban tan turbias que el retoque a pincel equivalía casi a dibujarlas de nuevo.
En “La Cosechera”
Llegábamos a las cinco de la tarde y nos íbamos a cualquier hora de la noche: muchos a sus casas y muchos a amanecernos en la vieja “Cosechera” de San Martín y Junín, para no hablar de otras expansiones. A causa de éstas fue que demoré tres años para aprobar las pocas materias que me faltaban para recibirme de abogado.
En “La Cosechera”, la mesa de los periodistas -Murga, Padilla, Alvarez Sosa, Rodó, el que escribe- estaba presidida por don Mario, aunque de vez en cuando llegaban “Harry” o Dessein. Infaltable en ella era el jefe de cables, Fernando Villafañe, y también el veterano linotipista Francisco Barranco. Casi todos los días, se sentaban con nosotros el político Arturo Ponsati, el dibujante Juan Lanosa, o el médico Carlos Rodríguez Zelada.
Necesitaría un libro para reconstruir esas charlas. Don Mario desgranaba a manos llenas su encanto de viejo periodista y fogueado tucumano de la calle. Sus expresiones, absolutamente únicas y características, quedarían incorporadas hasta hoy al lenguaje de quienes allí nos sentábamos. Don Mario adoraba las noticias policiales. Los recién incorporados a la redacción, debían someterse a un rito iniciático: su narración de la huelga estudiantil de 1932 -de la que había sido protagonista- o de la gran huelga de la FOTIA, de 1949. El cuento era interminable -y no por eso menos interesante- y le daba especial colorido la constante digresión, que lo ramificaba hasta el infinito. En la rueda se conversaba de todo. Discutíamos poco y nos reíamos mucho. Los políticos se arrimaban con mucha frecuencia, ávidos de pescar novedades. Y la charla se solía prolongar sin horario. Por lo general terminaba cuando las sillas se apilaban sobre las mesas y la gente de la limpieza nos empujaba con los lampazos.
Salvo cubrir la Casa de Gobierno, hice de todo en LA GACETA. Desde los editoriales -durante casi veinte años- hasta una insólita columna de moda masculina, pasando por infinitos reportajes y notas necrológicas de grandes y pequeños personajes, además, por supuesto, de las sempiternas notas históricas. Me encargué de fascículos y de libros cuyo contenido y dimensiones hasta hoy me asombran.
Por décadas tuve el privilegio de ser secretario de Dessein en la sección Literaria, lo que me acercó a lo más importante que se editaba en el país y el mundo. Y hasta tuve la felicidad de trabajar simultáneamente en el vespertino “La Tarde” (que la empresa editó entre 1981 y 1996), muy atractiva experiencia dirigida por “Harry” García Hamilton.
Las cuatro habilidades
Muchos de mis jefes y compañeros fueron verdaderos maestros de periodismo: acaso algún día intente dejar por escrito todo lo que aprendí de ellos. Sería una tardía forma de agradecerles.
Cierta vez, Manuel Mujica Láinez me sintetizó las cuatro habilidades esenciales que, en una redacción, el periodista recibe, grabadas a fuego, sin darse cuenta. “Una, te ha dado el hábito de escribir todos los días: gente muy inteligente y culta se aterra si debe redactar una carilla, mientras vos escribís veinte como si nada. Dos, te ha enseñado a decir lo que querés decir, en el espacio disponible: si traés el caso Watergate bajo el brazo y el jefe de redacción te dice: ?diez líneas?, lo hacés entrar en diez líneas, ¿no es cierto?. Tres, te ha enseñado a escribir de modo que todo el mundo te entienda, porque escribís no para diez personas sino para miles. Y cuatro, te ha enseñado a narrar. En una crónica, contás un poco al comienzo, ponés un subtítulo, contás otro poco, y así lográs un ?tempo? narrativo. ¿Me querés decir dónde se aprende todo eso, sin darse cuenta, si no en una sala de redacción? Por eso los grandes escritores siempre tienen una columna en algún diario, para mantener caliente el brazo”.
El mejor oficio del mundo
Me siento en el deber de agradecer, a esta altura, todo lo que me ha dado este que creo el mejor oficio del mundo, y que practiqué mientras transcurría simultáneamente mi vida personal: el casamiento, los hijos, los nietos. Recibí del periodismo todo lo que me decía Mujica Láinez, y mucho más. Por ejemplo, descubrí mi vocación por la investigación histórica y tuve la suerte de poder escribir virutas de la historia chica y de la gran historia, todos los días, en el diario. Traté a mucha más gente importante de la que cualquier persona pudiera soñar. Gané decenas de excelentes amigos, que mantengo hasta hoy. Gané, creo, una noción comprensiva de la vida, aprendí a no escandalizarme por nada y aproveché algunas veces -aunque nunca las suficientes- la oportunidad que todo periodista tiene de hacer el bien a alguien, o de pujar por una causa desinteresada. Y como si fuera poco, me divertí inmensamente.
Me tocó la suerte singular de sentir siempre que era respetado y bien tratado. Por eso jamás, en cincuenta años, llegué a mi trabajo como quien afronta una obligación sacrificada. Muy por el contrario, sigo cruzando todas las mañanas y todas las tardes la puerta de entrada del queridísimo diario, con la alegría de volver a mi escritorio y con la expectativa de lo que me puede deparar ese día. No creo que nadie pueda pedir más.