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MARIANO MORENO. El óleo de Subercaseaux lo retrató en su escritorio de secretario de la Primera Junta. A la derecha se ve su tintero, que conserva el Museo Histórico Nacional

El rasgueo de la escritura, fue un pequeño ruido que acompañó desde épocas remotas nuestra vida. Rúbricas con “ringorrangos” y “en canastilla”. Los “signos” de notarios. La obligación de la buena letra.


Protagonistas tan silenciosas como activísimas de nuestra historia, fueron la pluma y la tinta. Cuando los conquistadores entraron en el Tucumán, al promediar el siglo XVI, en las alforjas de quien oficiaba de escribiente sin duda venían, bien acondicionadas, plumas de ganso y un frasco de tinta. Esto junto con el preciado pliego de papel, que era artículo de lujo en esa época. Y lo seguiría siendo por largo tiempo más, ya que se importaba de Europa a precio de oro.

De los españoles heredamos los argentinos -incluyendo por cierto a los tucumanos- la manía del papeleo. Así, el rasgueo de la pluma que escribe fue un pequeño ruido que acompañó siempre, de alguna manera, nuestra vida a partir de los años más remotos.

Rúbrica ornamentada

Hasta bastante avanzado el siglo XIX, pocas eran las personas que supieran escribir. Pero, entre aquellas pocas, las había capaces de lograr, con la pluma, verdaderos bordados que hoy resultan asombrosos.

Después de la firma, iba como remate la rúbrica: toda una trama de curvas y contracurvas dibujadas con los trazos denominados “ringorrangos”. También era frecuente la rúbrica “en canastilla”, denominada así porque su entrelazado de rasgos evocaba a una canasta. Al observarlas hoy, parece increíble que líneas tan complicadas se pudieran reproducir exactamente en cada firma.

Los diestros plumistas brindaban a veces alardes de dibujantes. El Tesorero General de Tucumán, don José Manuel Terán, por ejemplo, solía adornar sus asientos contables con un pajarito de alas desplegadas. En sus planillas, en ocasiones dibujaba columnas decoradas.

“Signo” y no sello

Los escribanos de la colonia y la Independencia, junto a la firma no ponían un sello, sino lo que llamaban “el signo”: era su marca personal, un dibujo que ya figuraba estampado en el título oficial de su designación. “Signo” y firma daban fe del texto. El “signo” generalmente era un cuadrado con diversos aditamentos, todo en proporción a la habilidad de dibujante del notario. En Tucumán, el escribano Florencio Sal dibujaba una alta cruz con puntas anchas.

El “signo” era difícil de falsificar, sobre todo en esa época de mucha gente, si no analfabeta, torpe para manejar la pluma.

Durante mucho tiempo, las plumas para escribir se sacaban directamente de las aves. Eduardo Wilde cuenta que así ocurría, en los años 1840, en la escuela de la villa boliviana de Tupiza, donde su familia estaba exiliada. La fabricación era sencilla: extraída la pluma, con el “cortaplumas” se zajaba en diagonal el extremo inferior. Narra que cuando un comerciante trajo plumas de acero, se levantaron en furiosa protesta los proveedores de “cortaplumas”.

Compañero inseparable de la pluma, en ningún escritorio podía faltar el tintero. Los había de plata, lujosos, con recipientes para guardar las plumas y para la “arenilla” que se usaba para secar. A veces, hasta tenían colgada una campanita como adorno.

Tinteros famosos

En el Museo Histórico Nacional se puede admirar, por ejemplo, el tintero de Mariano Moreno, en forma de copa. Era famoso el de cristal verde, enorme, de Domingo Faustino Sarmiento, que su secretario cargaba hasta los bordes cada mañana. Cuando Paul Groussac perdió la vista, su hija Cornelia talló una muesca en el cabo de la lapicera, para que al tacto pudiera encontrar la adecuada posición. Un gran adelanto serían las plumas portátiles, con depósito para la tinta, conocidas como “lapiceras fuente”.

A pesar de que a comienzos del siglo XX empezaron a llegar a Tucumán las primeras máquinas de escribir, ellas se harían comunes recién muchos años después. La gente seguía escribiendo a mano, en su gran mayoría, por lo menos hasta finalizar la década de 1920.

Manuscritos eran los originales que los periodistas enviaban a imprimir, tanto como los decretos oficiales, los fallos de los jueces, las cartas comerciales y toda la papelería de producción cotidiana, en general.

Y aunque la escritura se había hecho sobria y ya no existían los laboriosos ornamentos en las firmas, tener “buena letra” era algo de gran significado para obtener un empleo. Y qué decir en escuelas y colegios, donde la enseñanza de la caligrafía reinaba con todo su esplendor.

Furia de Sarmiento

En la primera carta de sus “Ciento y una”, Sarmiento increpaba a su enemigo político Juan Bautista Alberdi, por escribir con “una letra infernal, ininteligible, muestra de la educación primaria del que así escribe”. Afirmaba que “el egoísmo y la mala crianza suelen tener por espejo una letra ininteligible”.

Aquella caligrafía se trazaba a tinta, por supuesto: los bolígrafos recién aparecieron al promediar el decenio de 1940, y tardarían muchos años en ser aceptados como elemento para escribir en los establecimientos de educación, donde los pupitres tenían una cavidad para insertar el tintero.

La caligrafía era muy importante y cada maestro le daba su sello. Tanto que, durante mucho tiempo, hasta se podía adivinar en qué colegio se había educado una persona, por la forma peculiar de trazar las letras.

Escritura y postura

En sus “Tradiciones históricas”, el salteño Bernardo Frías afirma que, en su provincia, primero se enseñó a escribir con “la letra española, mediana, de forma redonda y clara”. Después vino la cursiva, “clara y a veces hermosa”. Y tras la Independencia, arribó de París la moda de “la letra inglesa, la más bella de las inventadas, con sus perfiles nítidos y sus vueltas acentuadas”.

El maestro enseñaba también la forma “decente y elegante” de tomar la pluma, así como la posición corporal adecuada para escribir. Frías recordaba al “Coya” León, quien impartía en sus clases la sintética (e incomprensible para los no iniciados) orden de “Punta hombro, cuatro dedos banco”, para establecer la distancia debida entre la pluma y la mesa.

Lembo, un artista

Uno de los grandes calígrafos que hubo en el Tucumán de los años 1910 y 1920, fue el profesor italiano Camilo Lembo. Vivió y enseñó tres décadas en nuestra ciudad, donde murió el 30 de julio de 1930. Tenía el título de Maestro Superior de Caligrafía, otorgado en 1890 en la localidad de Cambiasso, de su país natal.

Dictó la cátedra de Caligrafía en la Escuela de Comercio “General Belgrano”. Sus archivos guardan testimonios de las maravillas que podía lograr Lembo. Una de sus obras de arte -firmada- fue el pergamino, de más de un metro de alto, que ejecutó íntegramente a pluma, como homenaje del Consejo de Educación al ingeniero José Mariño, en 1908. Se lo conserva actualmente, donado por familiares de Mariño, en una de las paredes del Archivo Histórico.

Hoy, ya nada se escribe a mano. Salvo ese garabato llamado firma, y las deliberadamente ininteligibles recetas de los médicos, cuya oscuridad hubiera enfurecido a Sarmiento.